Avenimiento y mediación:
¿la pena como “objeto de negocios jurídicos”?
Por Marcelo A. Sancinetti*
I.-
Se me invita a dar mi
opinión acerca del cuestionamiento que se ha suscitado en la jurisdicción
de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires
respecto del instituto de la “mediación”, regulado en el art. 204, inc. 2,
Código Procesal Penal de la Ciudad, por el cual el fiscal incita[1] a las
partes a una composición u otra alternativa, para arribar a una mejor solución
del “conflicto”[2]. Lo que está en discusión es si un instituto de esta
naturaleza puede ser introducido por una legislatura local, como se hizo en la
Ciudad, o si ello implica una modificación sustancial del régimen de la acción
penal y el principio de legalidad u oficiosidad de la acción previsto en el
Código Penal, y, entonces, debería ser regulado, si es que puede serlo,
por el Congreso de la Nación, y no por legislaturas locales.-
Agradezco la
distinción de haber sido invitado a hablar de un tema semejante, pues –como se
sabe–, no soy propiamente especialista en la materia, ni dominador de
ningún código procesal[3]. A pesar de ello, se presume que puedo tener algo que
decir al respecto, lo cual, por esa misma razón, es especialmente honrante.-
El problema se
suscita a raíz de que, por un lado, en la jurisdicción de la Ciudad , el instituto de la mediación opera
de hecho en el nivel de investigación penal preparatoria, desembocando en
decisiones de archivo que tendrían “efecto de cosa juzgada”, mientras que
cuando por cualquier razón se arriba a una “citación a juicio” y el imputado
brega por obtener una “solución alternativa del conflicto” que no es aceptada
por el fiscal, la cuestión termina llegando a conocimiento de alguna de las
tres salas en lo Penal y Contravencional, las cuales, en jurisprudencia
uniforme –bien que con alguna disidencia o votos particulares de diferente
fundamentación–, sostienen que la materia regulada por el art. 204, con la
mediación, altera –y en forma intensa– las pretensiones punitivas del Código
Penal, y, por ende, institutos del derecho común, de fondo, que no pueden
quedar a merced de un criterio divergente de legislaturas locales[4]. El problema
se amplía, sin embargo, por la vasta gama de casos de archivo regulada en el
art. 199 del mismo Código, como, p. ej., la decisión de no perseguir a un
imputado si ayuda a “esclarecer” el hecho respecto de alguien que se considera
“más relevante”, en tanto aquél hubiese dado “datos o indicaciones conducentes
al efecto” (art. 199, inc. f, CPP) o bien cuando, en un delito culposo,
el imputado “hubiera sufrido un daño físico o moral grave que torne innecesaria
y desproporcionada la aplicación de una pena” (art. 199, inc. i,
CPP)[5].-
Las decisiones
judiciales a que he hecho referencia han sido tildadas de “resabios unitarios e
inquisitivos” en una nota a fallo, escrita por el autor del Código, Luis
Cevasco, quien tilda de retrógrado, en suma, un criterio que le quita a
las partes la soberanía sobre su propio “conflicto”[6].-
¿Cuál es mi punto de
vista al respecto?
II.-
Permítaseme alterar
ligeramente o drásticamente el orden del tratamiento de los problemas.-
El primer
interrogante atañe a la cuestión del si el Estado puede, en suma –cualquiera
que fuera el órgano que debiese tener la competencia para regularlo– eludir las
consecuencias punitivas derivadas de la comisión de un delito, en el que la
pena halle su medida según una cuantificación justa del ilícito y la
culpabilidad, buscando vías alternativas por demás diversificadas: aquí
una composición con la víctima; allá un juicio abreviado en el que se
pacta el reconocimiento de la culpabilidad sin juicio previo, a cambio de una
rebaja de ocasión; más acá aún un pacto mediante el cual un funcionario
del Ministerio Público decide por sí y ante sí el archivo de las actuaciones, a
cambio de algo (comoquiera que este “algo” haya de ser definido) o quizá sin
obtener nada a cambio, en cualquier caso, discrecionalmente; y todavía en
otra parte llegar al sobreseimiento –bajo el nombre de “archivo”– a cambio
de una declaración incriminante de alguien que el Ministerio Público considera
de “mayor peso” para el efecto de escenificación del proceso penal, p. ej., el
jefe de una banda o cosa similar; ése es el instituto del vulgarmente llamado
“arrepentido”, cuando tan sólo se trata del “testigo de la corona” (con lo que
se quiere decir: que es un testigo no sólo favorable al Estado, sino
también construido por él, una descripción mucho más fiel que la que se
escuda detrás de la palabra “arrepentido”, que evoca las bondades de la
contrición cristiana, la que aquí no hace falta para nada ni es legítimo que el
Estado quiera perseguir).-
Para mostrar ese
último caso: la incriminación de un coimputado a cambio de una mejora procesal
propia tiene numerosos déficit desde el punto de vista de su legitimación
moral[7].-
En primer lugar, se
busca “como prueba” los dichos de un “testigo” que tiene interés en declarar
así como lo hace –e incluso se lo expresa de ese modo sin tapujos–, pues la
medida del interés es la medida de una rebaja de ocasión, que en este código
llega al 100%. Pero sabia regla antigua rezaba: Nemo testis in propria causa[8].
Para que él fuese creíble debería desagregarse todo interés personal en la
incriminación de un tercero[9]. Dicho a modo de ejemplo, sería más
verosímil –aunque no exento de mentir de todos modos, por cualquier móvil
abyecto– aquel a quien se le dijera que si incrimina a un tercero se le
incrementará su pena personal o al menos no se le hará ni un céntimo de
rebaja, pues de otro modo no se le creería, por tener un interés personal
en declarar de modo determinado. Se me dirá: entonces ¿quién va a incriminar si
sale perjudicado o si no gana nada a cambio?; contesto: entonces ¿qué valor
tiene que incrimine si lo hace alentado por una rebaja? ¿Cómo podría ser creído
un testimonio comprado por el Estado con trueque de sobreseimiento? Además, el
fiscal no atraviesa ninguna instancia judicial de control como para saber si la
decisión de archivar no deriva de la promesa de una mera declaración
incriminante, que puede ser falsa[10].-
El segundo déficit
reside en esto: el hecho cometido por el sobreseído era un hecho conminado con
pena: un ilícito culpable. Pero si el participante respectivo sabe de antemano
que en caso de colaborar para esclarecer el hecho obtendrá la impunidad,
en tanto haya alguien por arriba de él a quien sacrificar en holocausto, el
Estado terminaría alentando la conformación de grupos criminales,
con tal de que cada uno no se sienta el más importante del grupo,
pues, en caso de que él sea comparativamente poco importante, decaerá de hecho
la conminación penal y él lo sabrá de antemano (una “dispensa de dolo”
prohibida por principio en la teoría de las obligaciones, y no hay “obligación”
más terminante que la que deriva de una norma jurídico-penal).-
En tercer lugar, tal
como ya lo habían percibido los autores de
la Ilustración , nunca se podría saber si el “más relevante” no habrá
sido en verdad aquel que fingió bien ser el menos importante, y,
entonces, se acabaría en una “trampa cazabobos” para quien porte por azar el
Sambenito de “mayor relevancia”.-
Por último, la pena
dejaría de funcionar como un juicio de reproche por el hecho cometido, y se
convertiría en el reproche por la falta de delación de alguien “más
relevante”. Pero, ¿qué podría ofrecer a cambio aquel que no supiera nada
respecto de personas más “importantes”, aun cuando las hubiera habido y aunque
él mismo supiese que las había? Pues, “por no saber nada del asunto” obtienes
una pena, mientras que aquel que cometió acaso un ilícito mucho más grave que
tú, “por poder entregarme algo a cambio”, queda impune. ¿Cómo puede justificarse
este sistema?
Por si fuera poco,
existe un problema de otro orden, a saber: la desigualdad de que
el imputado que realmente es culpable y se declara tal, pero “esclarece” el
hecho en el sentido de la inocenciade otro (en lugar de en el sentido de
su culpabilidad), es decir, p. ej., que dice, e incluso aporta prueba objetiva
al respecto, que cierto coimputado no tenía ninguna relación con el hecho
y, por tanto, debe ser sobreseído, no recibe esa “rebaja de ocasión” –¡ni
hablar de un 100%!–, a pesar de que al Estado debería serle más anhelado no
punir a un inocente que castigar a un culpable.-
Como lo muestra este
problema, que también está regulado, aunque de otra forma, en más de una ley nacional,
no sólo es discutible la cuestión del órgano legislativo competente para
alterar el principio de legalidad y oficiosidad, sino también la de: bajo qué
condiciones de legitimidad se puede alterar esos principios, si es
que pueden serlo.-
Otro ejemplo que
muestra esto de modo palmario lo ofrece
la Ley Penal Tributaria , que es una ley nacional, en cuyo art.
16 se permite la extinción de la acción por pago de la liquidación o
determinación regulada por el organismo recaudador. Si el Estado pone en el
comercio, como un bien de cambio, la acción penal, se socava la función social
de la pena, cual es la misión de estabilizar la confianza en expectativas de
conducta. Con la extinción por pago el Estado privilegia fines de menor
importancia (ahorrar recursos fiscales) por sobre fines superiores: reafirmar
la vigencia de la norma como modelo del contacto social. En soluciones
alternativas limitadas a ámbitos tan específicos, la consecuencia es la de
poner en duda ya la legitimidad de la pena para los delitos de ese
ámbito. Pues, de esa manera, puede dudarse de si lo correcto sería que no
existiera la extinción por pago o si, en cambio, la existencia de esta
posibilidad demuestra más bien, al contrario, que las conductas conminadas con
pena no son tan graves como se pretende, ya que son redimibles por dinero.
Dicho de otro modo: la existencia de la posibilidad de extinguir por pago puede
ser utilizada para fundamentar que no es legítimo prever hasta seis años de
prisión por conductas cuya consecuencia penal puede ser evitada “pagando”[11].
En este caso resulta evidente cómo se desvirtúa la pena en un bien de cambio:
un autor alemán lo formula así: “El Estado vende la sanción penal a cambio de
dinero fiscal”[12]. ¿No es que, en suma, al que no paga, se le castiga su
pobreza?
Pero existe un riesgo
mayor aun en este sistema. Cualquiera sabe que en un juicio penal el acusado
“lleva las de perder”. Se le proclama que goza de una presunción de inocencia,
pero, de hecho, se lo trata como culpable desde el primer minuto. Si el sujeto
es inocente de la imputación por defraudación tributaria, aun así podrá
sentirse extorsionado a pagar la pretensión del fisco, porque muy probablemente
será penado a pesar de su inocencia. Ya no son tiempos en que un sujeto quiera
ir a juicio para defender su buen nombre: ¿por qué habría de poner su honor
en manos de jueces?; si hay una alternativa, le convendrá recurrir a
ella, así le cueste su fortuna, porque la condena se cierne de antemano sobre
él con una probabilidad bastante cercana a la certeza, aunque, de hecho, fuese
inocente.-
Desde luego que todo
esto vale también para el caso general del llamado “juicio abreviado”,
denominado “avenimiento” en este Código Procesal. Que un inocente puede aceptar
una pena por temor a que, en caso contrario, sea condenado a una pena mucho
mayor, no es un caso excepcional en la vida práctica, sino materia corriente,
“producto de los tiempos”. Doy como ejemplo el llamado “caso Casimiro”, de la Corte Suprema de Justicia de la
Nación[13]. El imputado había aceptado una pena negociada por juicio abreviado,
en una imputación por abuso sexual: un abuso deshonesto, sin acceso carnal. La
prueba principal o única era la palabra de la víctima acusadora: una
peculiaridad también de estos tiempos: un testigo único que tiene
interés en la causa, a cuya declaración se le contrapone la negativa
del acusado, y éste, de todos modos, sale perdiendo. Nadie
explica por qué razón se le sustrae a él el principio de igualdad, y por esta
vía, la presunción de inocencia, pues su palabra queda deapitada
frente a la palabra de su acusadora[14], que en este caso era hija de
la concubina del acusado. El hombre, naturalmente, fue condenado. Fuera de la
condena quedó un caso de acceso carnal contra la misma víctima, sólo porque
esta parte del hecho se había escabullido, afortunadamente, por un resquicio
procesal. Por ese hecho, en efecto, el imputado no había sido
intimado, ni tampoco requerida la elevación a juicio. Cuando el ya condenado
hubo de ser sometido luego al procedimiento de instrucción por el acceso
carnal, ocurrió que la acusadora dijo que su incriminación originaria había
sido falsa; que en realidad le disgustaba la presencia del concubino de la
madre, ocupando el lugar del padre[15].
Sobre esta base, el
señor Casimiro intentó un recurso de revisión contra la condena por abuso
deshonesto, fundado en que la acusadora había revocado su declaración
incriminante, la Cámara de Casación le
denegó el recurso, fundado por un lado en que el juez de instrucción de la
segunda causa no tenía competencia para hacer averiguaciones sobre el hecho
previo, de modo que la declaración rectificatoria no debía utilizarse: una
prohibición probatoria ¡en contra del imputado!; por otro lado –y
volvemos así a nuestro problema inicial– se argumentó que el acusado había
aceptado su responsabilidad al negociar un juicio abreviado. Dejo de lado el
primer argumento, para concentrarme en este último: allí se pasa por alto que
el acusado se reconoce culpable porque, si no lo hace, le será aplicada una
pena más grave. En su recurso extraordinario ante la Corte Suprema, el defensor
oficial logró que la Corte revocase la
decisión de la casación por arbitrariedad, y se dictara un nuevo
fallo[16]. No sé cuál habrá sido la suerte final del señor Casimiro, pero es
bien probable que hubiera sido inocente desde el inicio, y el sistema de
“resolución alternativa de conflictos” lo haya impulsado a evitar el juicio y
reconocerse culpable por abuso deshonesto, por temor a ser penado más
gravemente en caso contrario. Si, en cambio, el Estado se considera
autolimitado para tales rebajas de ocasión, en razón de que nadie puede ser
penado sin juicio previo, y esto significa: con las garantías del debido
proceso (art. 18, CN), entonces, no se puede transigir sobre la acción penal,
como lo dice el art. 842 del Código Civil, y todas estas figuras decaen por
su propia naturaleza, no sólo por el órgano que las establezca.-
Preveo ya las
objeciones de mi crítico imaginario: ¿Es que este hombre reflexiona sólo en su
“laboratorio”?; ¿no ve que de este modo muchos culpables “la pasan mejor”, y,
por ende, el sistema general es más beneficioso para los acusados, a la vez que
el Estado logra más eficiencia punitiva y a menor costo?; ¿que sería imposible
llegar a tantas condenas por la vía del “juicio justo”? A estas preguntas le
añadiría yo una que mi crítico imaginario, por pudor, probablemente no se
atrevería a formular: ¿es que no se da cuenta de que así fiscales, defensores y
jueces ganamos el mismo peculio, trabajando menos? ¿Es que quiere hacernos
esclavos del trabajo judicial en aras de la “pena justa”?
Claro que mucho de
todo esto es verdad, incluso la descripción de la “reflexión de laboratorio”.
Empezando por esto, como con frecuencia ocurre con una objeción adhominem,
ésta es reversible, pues se puede preguntar a la inversa: ¿es que no se dan
cuenta de que por estar dentro del sistema y beneficiarse de él lo
convalidan?
El vicio básico, a mi
juicio, de este sistema –que parece alejado de nuestro interrogante inicial,
pero que le queda bien cerca– es que facilita la punición de inocentes, a la
vez que incita a la disminución de la pena justa de los autores culpables.-
Yo encontraría una
forma de convalidar estas “penas pactadas”, siempre y cuando se previera por su
parte lo siguiente: que una vez que el acuerdo punitivo fuera homologado, le
quedase al acusado, ya precondenado, la posibilidad de requerir, ahora sí, un juicio
justo y que, si resulta perdidoso, no se pueda aplicar en él más pena que
la antes pautada. Es cierto que esto neutralizaría en gran parte la
“utilidad” que se le atribuye al instituto, porque muchos acusados reclamarían
el juicio posterior, anulando el sistema simplificador de la “verdad
consensuada”. Pero le quedaría una utilidad residual para todos aquellos casos
en que el acusado realmente se sintiera y reconociera culpable, y supiese que
no tendría escapatoria en un juicio eventual, mientras que a su vez no quisiera
padecer el sufrimiento extra de la llamada “pena de proceso”. La supresión
de esta puesta en escena, p. ej., ante sus hijos, puede traerle muchas
ventajas, y sentir él que la pena, así pautada, es una pena justa por su
ilícito culpable. Sólo bajo estas condiciones sería legítima la transacción de
la acción penal, aunque, por cierto, para ello haría falta una reglamentación
en una ley nacional, modificatoria del art. 842 del Código Civil, porque éste
no permite que la acción penal sea objeto de los negocios jurídicos; en el
sentido del art. 953, CC, es un objeto fuera del comercio.-
El sistema que yo
propongo, con todo –que sugiero implementar ya mismo a las defensorías
oficiales[17]–, apenas podría traer aparejada una negociación, porque
los fiscales –sabiendo ahora de antemano que aun así se puede llegar a un
juicio– tenderían a ofrecer, en el pacto, una pena más cercana a la pena justa,
sin permutar la acción penal a bajo costo, como si el hecho punible abriera un
mercado de “productos outlet”. En esa medida, se podría pensar
que así no habría siquiera una “transacción” sobre la acción. No se puede decir lo mismo del
sistema tal cual hoy funciona, coercitivamente[18]. Por cierto, la misma
solución sería extensible al sistema de extinción de la acción por pago, del
art. 16 de la Ley Penal Tributaria : el
imputado extinguiría la acción “provisionalmente”; tras su pago, reclamaría el
juicio y la extinción quedaría bajo condición suspensiva, sólo para el caso de
que él resultare condenado (auto-anulándose así la condena, por quedar firme la
extinción de la acción penal).-
Decía muy bien Jakobs
en su brillante estudio sobre desistimiento y comportamiento posterior al
hecho, de 1992:
“Si uno procede según
los intereses, en lugar de según las categorías, el parámetro lo configura
el mercado, y no la justicia. Para la
contraprestación más anhelada, se paga la mayor cantidad, y, sin
contraprestación, no hay ni un día de remisión de pena“[19].-
En suma, primero
habría que establecer si estos extravíos, de los que no había
ninguno hasta hace 25 años, son posibles en un Estado de Derecho, regido
por el principio de división de poderes, de la soberanía de la ley y del
principio de igualdad de trato para todas las situaciones iguales. Luego
discutir acerca de cuál sería el órgano competente para regularlos, si es que
tales institutos pudieran ser legítimos y, en su caso, bajo qué
condiciones.-
III.-
A mediados de los
años ´80, muy especialmente por el extraordinario trabajo que llevó adelante el
colega Julio Maier con la colaboración
de Alberto Binder para la redacción de su Proyecto de Código Procesal Penal de
Nación[20], se hizo frecuente oír, con apoyo en fuentes europeas, que el
sistema penal tal cual lo conocíamos era el producto de un Estado que le había
“expropiado” al particular, a la víctima, el “conflicto” implicado por el
delito. Eran épocas en que en Alemania empezaba a ser discutida la posibilidad
de que la reparación o composición entre autor del hecho y víctima pudiera
verse como una tercera vía, en este sentido, “alternativa”, más allá del
sistema dual de penas y medidas de seguridad. Paralelamente fue
desarrollándose, en especial en América Latina, la idea de que la víctima
estaba en el centro del proceso penal. En alguna
medida esta idea fue consecuencia de los juicios llevados a cabo por
violaciones a los derechos fundamentales, cometidos especialmente en la última
dictadura militar argentina, pero también en otros países. Incluso en contra de
la validez de las así llamadas leyes de Punto Final y de Obediencia Debida se
argumentó sobre la base del derecho inalienable de las víctimas a una
persecución penal. Esos no fueron mis argumentos cuando yo reaccioné
contra la validez de esas leyes, pero sí argumentaron sobre esa base los
organismos internacionales, cuando éstos ligaron la invalidez de esas leyes a
los derechos de las víctimas. Pero, ¿a qué se reducía ese argumento para el
caso de que una víctima muerta no hubiese dejado deudos?
Esta entronización de
la víctima ha tenido, a mi juicio, consecuencias nefastas para las garantías
del imputado. Aquí no puedo entrar en detalles a este respecto[21].-
Ahora bien, ¿es
correcto pensar que el acaparamiento del problema penal por parte del Estado
haya sido una expropiación, es decir, la apropiación de algo en sí
privado, que el Estado hizo suyo y que le era ajeno? Tengo por
equivocada esta interpretación. Es cierto que en los libros de Derecho penal,
sobre todo los de corte alemán, el carácter público de la pena es explicado
como el producto de una larga evolución, que se habría iniciado en una
situación de “composición privada”, y que recién en torno al año 1500,
especialmente tras la Constitutio
Criminalis Carolina se hizo del asunto penal una cosa pública[22].-
Creo que esa visión
de las cosas es algo opaca. Cuál fuera la situación en Alemania en el derecho
franco a inicios del siglo XVI no marca la pauta para captar el significado
social de la pena, en cualquier época[23]. ¿Cuál es el elemento común
que identifica a “la pena”, cualquiera que sea la época?
Si uno se imagina en
un “estado de naturaleza” puro, en el sentido de Hobbes, sólo es concebible la
reacción de todos contra todos: la ley de la naturaleza (más que
“composición” o “venganza privada”). Esto acaba recién cuando se presupone que
una norma o un conjunto de normas vincula a las
personas de determinado grupo: recién allí hay una comunidad, un pueblo.-
Ya en el Código de
Hammurabi[24], más de 400 ó 500 años antes de que Moisés impusiera la Ley del Talión para el pueblo judío, se
reconoce el principio del Talión en numerosas disposiciones, la primera de
ellas en el § 3, en el que se sanciona con
pena capital la falsa imputación de un delito que diera lugar a pena
capital[25].-
¿Por qué razón se
introducía una Ley del Talión? Pues porque en el antiguo Oriente existía una
práctica muy difundida, que casi era vivida como ley sagrada: la de la venganza. Pero esta costumbre se cumplía
de manera tal que las venganzas eran siempre mucho más graves que las ofensas
recibidas. Si un hombre mataba a otro, los familiares de éste buscaban al
ofensor y procuraban matarlo a él, su mujer y sus hijos. La Biblia nos ofrece varios ejemplos de una
venganza desmedida, como la reacción que habría contra el que osare matar a
Caín, que lo pagaría siete veces[26]; la venganza que Lámek pide a sus dos
mujeres para el caso de que él fuese matado: “Caín será vengado siete veces,
Lámek lo será setenta y siete”[27]. La escena probablemente más sórdida sea la
de la reacción de los hermanos de Dina, hija de Jacob, tras el rapto y violación
cometidos por Siquem, hijo de Jamor. Los hijos de Jacob no dejaron nada en pie
en la estirpe vecina: los varones, todos asesinados cuando se reponían del
dolor de la circuncisión, ya pactada como parte de una “composición”;
pequeñuelos, mujeres, hacienda, todo fue pillado o matado[28].-
Por cierto, estas
reacciones privadas desmedidas podrían considerarse como una constatación de
que lo que decía Maier era correcto: los “conflictos” eran entonces un
asunto privado. Yo no lo veo así. Estas venganzas, aparentemente
privadas, eran la forma primitiva de pueblos en los que, a falta de policía que
pusiera orden, se debía ejercer venganza para imponer, justamente, un
ordengeneral. No hay por qué entender que eso fuese pura venganza privada,
sino más bien un “asunto público”, sólo que el funcionario que ejercía
la retribución era la víctima; y debía ejercer la venganza –aunque tuviese
miedo de hacerlo– porque ese era también su deber frente a los
demás: si no, ¿quién podría sentirse seguro? Y que esto es así lo muestra la
incorporación de la Ley del Talión. Moisés da esta ley al pueblo de Israel,
precisamente como parámetro de proporcionalidad. Dicho de otro modo: si tu
hermano te ha sacado un ojo, no le quites los dos; que si te ha sacado un
diente, no te lleves toda su dentadura. ¿Por qué podría haber normas de
proporcionalidad válidas en general, respecto de un acto que fuera pura
venganza privada?
Esta Ley del Talión,
empero, era una recomendación dada para los jueces, no justamente una
orientación de cómo obrar en la venganza privada. Los jueces, que generalmente
eran legos y en ocasiones no sabían leer, necesitaban reglas prácticas. Y la Ley del Talión tampoco se aplicaba de modo
literal, sino que se entendía como un mandato de proporcionalidad. Se trataba
entonces de una ordenación de la pena como cosa pública, limitada
por la medida del agravio externo (no había otra concepción del
“daño a la vigencia de la norma”, como lesión del “contrato social”[29]): en
todo caso no de una mera regulación de la venganza privada,
por más que fuera venganza al fin.-
Esto se ve del mejor
modo en la tercera y última vez en que Moisés, poco antes de su muerte, alude a
la Ley del Talión, años después de las menciones en el Éxodo[30] y en el
Levítico[31]. Se lee, en efecto, en el Deuteronomio:
Aquel que mata a su
prójimo sin haberlo querido, sin haberlo odiado antes, p. ej., “si va al bosque
con su prójimo a cortar leña y, al blandir su mano el hacha para tirar el
árbol, se sale el hierro del mango y va a herir mortalmente a su compañero, ése
puede huir a una de las ciudades”, dadas por Yahvéh, “y salvar su vida”[32].
“Pero si un hombre odia a su prójimo y le tiende una emboscada, se lanza sobre
él, le hiere mortalmente y aquél muere, y luego huye a una de estas ciudades, los
ancianos de su ciudad mandarán a prenderle allí, y le entregarán en manos del
vengador de sangre, para que muera. No tendrá tu ojo piedad de él. Harás
desaparecer de Israel toda efusión de sangre inocente, y así te irá bien”[33].-
Esta admonición
demuestra varias cosas. En primer lugar, el carácter público
de la pena. No se trata de la
“componenda” entre víctima y autor a espaldas de la sociedad, sino de que los
ancianos de la ciudad manden a prender al autor y le entreguen al vengador de
sangre, es decir, a un representante de la cosa pública, para que aquél muera.
Podría no quedar ninguna víctima supérstite, en el sentido actual de la
expresión, p. ej., en caso de que el muerto hubiera sido una persona sin
parientes conocidos; pero esto no modifica el imperativo: “Harás desaparecer de
Israel toda efusión de sangre inocente, y así te irá bien”.-
Esta estructura de la
frase, una expresión que comienza con una configuración aparentemente absoluta
de la pena justa: en el sentido de la teoría de la retribución,
pero que finaliza con una descripción de que de esta forma, ejerciéndolo así,
te irá bien: prevención, no sólo demuestra el carácter público de
la pena, sino el punto de contacto entre la idea absoluta de la pena justa y
los fines de prevención. Si bien, en un Estado de Derecho, sólo una pena útil
y necesaria es justa (un principio derivado de la Ilustración ), este principio también
puede invertirse: sólo una pena justa podría ser útil y
necesaria.-
IV.-
¿Cómo se relaciona
todo esto con el tema para cuya discusión fui convocado?
Existe la tendencia a
pensar que una teoría absoluta de la pena determinará un principio de legalidad
o, mejor, de oficiosidad de la acción pública, sumamente
estricto, pero que, en cambio, una visión utilitarista de la pena, sea de
prevención general o especial, puede abrir la puerta a soluciones
compromisorias; hacer lo más conveniente en cada caso: aquí penar, allá
sobreseer, acullá transar, aunque se trate de hechos iguales, en los
tres casos.-
Aquel pasaje del Deuteronomio
demuestra que esa concepción no es correcta. La pena se aplica no en
aras de ella misma, porque de ese modo se restablezca una justicia universal o
divina, sino porque sólo de esta forma puede irle bien a la comunidad: si para
cada hecho idéntico, hay una reacción idéntica.-
Por ello, cuando se
invoca a Platón (Protágoras) en el sentido de que ningún hombre razonable
pena por el hecho de que se haya pecado, sino para que no se peque, lo que
se conoce en la contraposición formulada en latín: quia peccatum est versus
ne peccetur, se presenta las cosas como si la pena se impusiera con
fines de prevención, y como si no importara nada la cuestión de
si el hecho se ha cometido o no. Pero si de todos modos eso sigue importando,
en esta medida la pena se aplicará quia peccatum est,
aunque se lo haga con miras: ne peccetur.-
Es verdad que uno
podría representarse el Derecho Penal como completamente desprendido de la
culpabilidad del autor. Es bien posible, en efecto, que la pena
impuesta incluso en un juicio que cumpla con todos los requisitos formales del
debido proceso, de hecho, no sea más que una teatralización de la necesidad de
expiar culpas sociales por vía de un sujeto sacrificado.-
Esto es lo que se
conoce como “función de «chivo expiatorio»”. La imagen inicial es conocida:
Yahvéh-Dios prueba la lealtad de Abraham, ordenándole entregar en holocausto a
su hijo Isaac[34]. Abraham obedece y lleva a su hijo al monte del sacrificio,
haciéndole cargar al propio niño la leña en la que arderá, mientras el padre
lleva la lumbre. El hijo entra en dudas,
porque no ve que su padre lleve ningún cordero para entregar en sacrificio.
“[…] «¡Padre!», Respondió: «¿Qué hay, hijo?» — «Aquí está el fuego y la leña,
pero ¿dónde está el cordero para el holocausto?»”[35].
Abraham,
subjetivamente, le miente, aunque su versión, ex post, resultaría
casualmente verdadera: “«Dios proveerá el cordero para el holocausto, hijo
mío». Y siguieron andando los dos juntos”[36]. Cuando Abraham está a punto de
inmolar a su hijo[37], un Ángel enviado por Dios lo detiene y le hace ver que
se trataba de probar si era tan fiel a Dios como para semejante sacrificio.
Entonces Abraham, ya detenido por el Ángel, “levantó… los ojos y vio un carnero
trabado en un zarzal por los cuernos”[38]. (Se dice que allí acabaría en verdad
la costumbre cananea de entregar en holocausto al primogénito. Menudo efecto
humanitario habrá tenido entonces la provocación de Yahvéh-Dios a Abraham,
interrumpida oportunamente por el Ángel.)
Esta estructura de la
expiación de las faltas o de la conformidad a los dioses por medio de
sacrificios de objetos, animales o personas, es casi uniforme en los pueblos
primitivos, y, posiblemente, también en los pueblos cultos y desarrollados.
Produce lo que, con Freud[39], se podría denominar un “fenómeno de
identificación” muy intenso. Hay quienes piensan que el triunfo del
cristianismo como religión que se expandió universalmente en occidente, por
contraposición al carácter restringido de la religión judía para el pueblo de
Israel en particular, deriva de que Dios-padre envía a su hijo al mundo para el
perdón de los pecados, es decir, en redención del hombre[40]: “Padeció bajo el
poder de Poncio Pilatos, fue crucificado, muerto y sepultado (…)”, y si bien
“al tercer día resucitó de entre los muertos”, primeramente se consuma
el sacrificio de Dios-padre, de su propio hijo, Jesucristo, quien antes de la
pasión rogó al padre que, si era posible, apartara de él ese cáliz[41].-
Esto tiene que haber
resultado impresionante incluso para los pueblos nativos originarios de
América, que tenían los sacrificios humanos como una parte de su propia
cultura. Quien visite las cataratas del Iguazú aprenderá que las vírgenes eran
arrojadas en éstas, en holocausto. ¿Cómo se sentirían esas niñas, pienso yo a
menudo, y sus padres? ¿Lo vivirían como un hecho monstruoso o como un paso a la
divinidad? En cualquier caso, debían de sentir pavor.-
Con prescindencia de
cuál sea la respuesta correcta a esa pregunta –que ha de quedar para los
antropólogos– lo cierto es que enun Derecho penal con “pura y confesada
estructura de chivo expiatorio”, no importaría nada en absoluto que el sujeto
acusado sea inocente o culpable. La sociedad necesitaría que haya determinado
número de condenados por homicidio, por robo, por violación, por narcotráfico, porque
así nos iría bien.-
Por supuesto que si
uno asume esta perspectiva como la realmente vigente, tendría que
ser bienvenida cualquier solución de medidas alternativas. Si la
sociedad va a considerar expiadas sus propias culpas en apropiaciones ilícitas
de bienes ajenos con que a un (supuesto) ladrón (acaso inocente) se lo impulse
a hacer donaciones cada Navidad, durante 3 años –o visitar geriátricos, si no
tiene nada que donar, mas al menos siempre podría comprar, p. ej., un “huevo de
Pascuas”–, esa vía alternativa sería mucho mejor que aplicar pena uniforme,
determinada por la ley antes del hecho de la causa, en teoría prevista para culpables.-
Pero ninguna sociedad
racionalista, ningún Estado de Derecho, asumiría en forma expresa que sus
condenas penales no guardan ninguna relación con la culpabilidad del
autor, que sólo se trata de entrega de chivos expiatorios para
agradecimiento a Dios o redención de culpas, es decir, dicho en términos más
modernos, que se trate de estabilizar la confianza en expectativas de
conducta, a costa de cualquiera, infractor o no. Partimos de la base
de que la pena, con cualquiera de sus variantes de legitimación moral, sólo se
justifica demostrada que sea la culpabilidad del acusado. Que nadie nos
garantice que nuestros condenados son realmente culpables es un déficit
de realización de nuestra concepción del juicio justo, pero no un estado
de situación que busquemos ex profeso.-
V.-
Actualmente en
Alemania es opinión dominante la teoría de la prevención general positiva.
La pena tendría la función de estabilizar expectativas de conducta. El
autor del hecho pone en cuestión la vigencia de la norma: él expresa, a la
manera de Hegel, que la norma no vale para él (porque si la considerase vigente
para él, no cometería el hecho). Él produce así un daño a la vigencia de la norma. La reacción contrafáctica de la
sociedad con la pena marca para todos que la norma sigue vigente como parámetro
del comportamiento correcto; que la sociedad se halla en lo correcto; el
delincuente, en lo erróneo. Este mensaje de comunicación y respuesta se hace a
costa del infractor. Esta teoría, actualmente muy extendida, es defendida, con
matices de detalle, por autores muy distintos, como Jakobs, Hassemer, Frister.-
Pero era también una
idea muy anterior al nacimiento de la expresión “prevención general positiva”.
El propio von Liszt argumentaba sobre la misma base. Cito textualmente su
“Programa de Marburgo”, de 1882:
“Al delincuente debe
retribuírsele según su valor para el ordenamiento jurídico; su valor jurídico
reside en la desviación del equilibrio de las fuerzas que determinan la vida
estatal, en la conmoción del ordenamiento jurídico. Conforme a ello, la
retribución consiste en la reconstitución del equilibrio, en el aseguramiento
del orden jurídico. (…) La pena de protección es, por tanto, la pena
retributiva, bien entendida. La contradicción entre el quia y el ne
es presunta. O dicho más extensamente: represión y prevención no son contrarios
(…). Si el delito significa lesión del orden jurídico estatal, si la pena es
protección del orden jurídico estatal, entonces no son los círculos sociales,
sino el Estado, quien debe estar investido del poder de castigar”[42].-
Y modernamente
expresa Frister algo equivalente:
“La pena es una
reacción de la generalidad contra la lesión del interés público en la validez
de la norma jurídica infringida por la comisión del delito. Por tanto, el
Derecho penal no regula una relación jurídica entre personas privadas, sino
una injerencia de la autoridad del Estado en los derechos del individuo, que
sucede en interés público”[43].-
Si bien esta teoría
tiene resonancia a una “idea absoluta” de la pena, vista más de cerca no se
trata de una justificación absoluta –es decir, que la pena se legitime en aras
de ella misma–, sino por la función social que le cabe cumplir: afianzar
las expectativas de conducta.-
De todos modos, que
esto dé el fundamento y legitimación de la pena, no dice nada aún acerca de cómo
debe estar configurada la pena, ni sobre su forma de
ejecución. Desde el punto de vista de la composición de los fines de la
pena (utilidad) con su naturaleza (represión) surge a la vista que, según el
momento de la perspectiva: conminación, imposición, ejecución, prevalecen
distintos aspectos. En la conminación penal sigue prevaleciendo la prevención
general; en la imposición de la pena, la idea de que sólo la pena justa puede
brindar un parámetro; en la ejecución de la pena, tienen que prevalecer los
fines de prevención especial. Por ello, cuando el art. 5, párr. 6, de la CADH
dice que “las penas privativas de libertad tendrán como finalidad esencial la
reforma y la readaptación social de los condenados”, sólo dice eso, es decir,
que una vezimpuesta la pena, debe perseguirse ese fin,
pero, por sí solo, ese precepto no aporta la justificación del castigo, que se
halla en un paso previo.-
Según todo esto,
parecería incorrecto, al menos a primera vista –adopto aquí provisionalmente
reflexiones de Guillermo Orce , para objetarlas
luego en cierta medida–, la idea de la pertenencia del “conflicto” a
la víctima, como fundamento de la posibilidad de un arreglo privado o
cuasi-privado con el autor. La víctima sin dudas es la dueña de ciertos
derechos que se vieron menoscabados por el delito (su libertad, su integridad
corporal, etc.), pero no puede disponer del daño público del delito, ya que
éste, con seguridad, no le pertenece. No puede disponer de la
necesidad de reorientación que implica y supone la pena para el
resto de los que no intervinieron en ese delito, ni como autor, ni como
víctima. Ante el robo cometido contra X, todos los que no
son X necesitan saber si esa norma sigue vigente; para eso, el
Estado tiene que poder penar sin importar el perdón de X.
Eso parece imponerse si se parte del fin de
la resocialización. Pues es difícil de entender por qué el perdón o el
acuerdo reparador de la víctima de una agresión sexual deberían implicar la
falta de necesidad de resocialización como medio para lograr la evitación de conductas
similares en el futuro.-
A pesar de que estas
máximas, de la pluma de Orce, y que, en principio, yo comparto, suenan muy
bien, parece contra-intuitivo que tal estrictez en el carácter público
de la pena estatal pueda ser llevada tan lejos. Aunque el punto de partida es
correcto, creo que deben ser atemperadas algunas consecuencias.-
VI.-
Si nadie ve como
irrazonable que la acción penal por un delito contra la integridad sexual sea
dependiente de instancia privada, también podría verse como razonable
que la víctima pudiera revisar su primer impulso a iniciar la acción penal y
volverse contra sus propios actos. En ciertos contextos y para ciertas
personas, ver ejecutada una pena en su ofensor puede constituir un dolor muy
intenso. Esto puede darse especialmente en los delitos contra la integridad
sexual. Pero, posiblemente, no sólo en éstos. ¿Podría la víctima, entonces,
volver a bloquear el interés público que “no le pertenece”?
De hecho, el proyecto
originario de lo que luego fue la ley 25.087, que reformó el Título III del
Libro Segundo del Código Penal, concerniente a los delitos contra la
honestidad (hoy: Delitos contra la integridad sexual), y que entró
en vigencia en 1999, había suprimido completamente la excusa absolutoria del
matrimonio, prevista en 1921. Siendo yo, por entonces, asesor, en la Cámara de Diputados de la Nación , y no pudiendo evitar que ese
proyecto fuera sancionado, pude hacer algunas sugerencias[44]. Me limitaré
ahora a la excusa absolutoria del matrimonio. Yo concedía que había algunas
razones plausibles para su restricción o condicionamientos, porque en ciertos
contextos sociales, parecía darse el caso en que una mujer le rogase a su hija
estuprada que se casara con su propio concubino, a fin de que la familia no
perdiera su manutención. Pero, ¿qué pasaría en los casos en que la relación de
estupro se diese en el contexto de una verdadera relación de pareja en gente de
un prematuro ejercicio de su vida sexual? El delito de estupro es un puro
delito de peligro abstracto. No hay ninguna certeza de que una mujer vaya a
sufrir un daño por una relación sexual prematura; más bien al contrario, es
posible pensar el caso de que una mujer llegue a su menopausia con la sensación
de que la única relación sexual exitosa que ha tenido ocurrió al inicio de su
vida sexual, a los 14 años. Pero, como pauta general, es correcta la
idea de que la sociedad procure desalentar el contacto sexual prematuro –aun
cuando, a su vez, lo impulsa por innumerables vías, en el mercado de
bienes[45]–. Esto se produce en los delitos de peligro abstracto –como es el
del estupro–, mediante una presunción general de peligro: la
conducta queda “tabuizada” como incorrecta, como algo que debe-no-ser[46].
Pues muy bien; pero ¿qué pasará si dos años después esa pareja quiere
casarse? –le preguntaba yo a la entonces diputada Carrió, que tildaba de
“machista” cada acotación mía–. ¿Tendrá la mujer, primero, que visitar a su
novio en la prisión? Esta objeción fue la que originó la incorporación de la
actual excusa absolutoria del art. 132, que es propiamente una vía de
“avenimiento”, una “composición entre autor y víctima”, formulada, por cierto,
de manera extravagante (pero yo, en su formulación concreta, no tuve ninguna
incidencia).-
El texto finalmente
sancionado no está para nada bien configurado, desde mi punto de vista, pero
acaso sea mejor eso, que haber suprimido toda posibilidad de composición entre
víctima y autor (pensando especialmente en el estupro, más que en casos de
abuso por violencia), sobre todo para los casos de verdadero
“enamoramiento de las partes” –por más que no corresponda a los jueces juzgar
sobre este aspecto–.-
Doy este ejemplo para
mostrar que la realización del carácter público de la pena
formulado a ultranza nos conduce, a veces, a una encrucijada. Especialmente en
casos en que el consentimiento de la víctima habría podido tener efectos de
haber sido dado al momento del hecho, tendría que tener alguna relevancia el
hecho de que la víctima prestase un “acuerdo” o “dispensa” de modo retroactivo.
Sin embargo, fuera del caso del matrimonio aceptado en forma
completamente libre –supuesto en el que los demás podrían ver el hecho
del pasado más bien como “un accidente”, recobrándose por sí sola la vigencia
de la norma–, el “avenimiento” con la víctima (art. 132, CP) sólo debería
conducir a la disminución de la pena, no a su supresión.
Porque, para los demás, tendría que seguir siendo relevante que un
violador no pueda purgar su infracción con una buena indemnización, cuando el
deber de resarcir lo tendría de todos modos por vía del Derecho Civil[47].-
Con esto vuelvo a la
idea originaria de Maier. ¿Qué ocurrió entretanto en Alemania con la idea del
resurgimiento de la víctima, del valor de la composición entre autor y víctima,
de la que se hablaba en los años ´80?
El tema fue discutido
por una bibliografía casi inabordable, por lo mismo que esta cuestión toca al
núcleo básico de la esencia y fines de la pena, toca, por así decirlo, a la identidad
de una sociedad.-
Ocurrió que en el año
1994, tras mucho debate, se llegó a una fórmula de compromiso por la cual se
incorporó en el Código Penal alemán el §
46 a , el cual, para los casos de composición entre autor y víctima o de
reparación del daño al estado anterior, o bien incluso si el autor hiciera tan
sólo “esfuerzos serios” por repararlo, prevé una atenuación general de la
pena, bien que de carácter “facultativo” para el tribunal; pero si
el delito es de criminalidad leve o media, es decir, si su pena máxima no
supera el año de prisión o 360 días multa, el tribunal puedeeximir de
pena[48].-
Más allá de esto, el
comportamiento posterior al hecho siempre fue un elemento a tener en cuenta en
la dogmática de la determinación de la pena, aun antes de entrar en vigencia
este parágrafo particular.-
La base para la
legitimación de la regla del § 46 a
suele formularse así: En la medida en que los esfuerzos por reparar el daño y
recomponer la situación de la víctima, en aquellos casos en que hay un
lesionado particular, pueda ser visto por los demás como un
reconocimiento del autor a la vigencia de la norma, este comportamiento
posterior al hecho puede facilitar la reorientación social en favor de
la confianza en la vigencia de la norma.
En esta medida, se le reconoce cierta legitimidad[49].-
Yo creo que esta
explicación es engañosa, porque, si así fuera, ya las indemnizaciones del
Derecho civil producirían la estabilización de las expectativas de conducta, y,
entonces, el pago de una indemnización siempre neutralizaría la
pena. Ahora bien: si la pena se agotase en la indemnización del daño, acaso con
un “interés justo”, al infractor empedernido siempre le convendría quebrantar
la norma a su gusto, pues, a lo sumo, pagaría una indemnización. En los delitos
contra el patrimonio, esto sería fatal ¿Por qué habría de abstenerse el ladrón
de robar o el estafador de estafar, si en caso de ser descubierto sólo
tendría que resarcir el daño?
No entraré en los
detalles de la discusión del § 46 a StGB. A cambio de ello, ofrezco reproducir
algunas opiniones.-
Ante todo, doy la
respuesta que recibí recientemente del colega Helmut Frister, a mi pregunta
relativa a qué opinaba él de la idea de Roxin de la “reparación” o
“restauración al estado anterior” como una 3.ª vía alternativa a las penas
y medidas de seguridad, y a la de si el Estado podía prescindir de pena
sólo por el hecho de que la víctima o el Ministerio Público cerraran “un
contrato” con el autor sobre la relevancia de su delito. ¿Es acorde a la moral
y al derecho una solución de esa índole en un Estado de Derecho?
Frister contestó:
“La categorización de
la restauración del bien como «tercera vía» del sistema del Derecho penal
estuvo de moda durante mucho tiempo, pero no ha logrado imponerse. Yo mismo la
consideré una expresión que induce a error, si no incluso un fraude de
etiquetas. Aun la manera en que lo formula Roxin no puede modificar en nada que
la restauración del bien está en el núcleo de la indemnización del daño del
Derecho civil y, entonces, en sustancia, es una renuncia a la sanción jurídico-penal.
Una renuncia de esta índole podrá ser tolerable en delitos leves, pero yo
comparto las objeciones según las cuales, bajo la etiqueta, que suena linda, de
la restauración del bien, se practica un procedimiento de venta socialmente
selectivo. Todo esto se discute actualmente sobre todo como problema del
Derecho procesal penal, lo cual se ha agravado aun más, actualmente, en
Alemania, por el hecho de que desde la primavera del año pasado [léase: marzo
de 2009] se ha regulado legalmente los acuerdos en el proceso penal”[50].-
Por su parte, a una
pregunta similar sobre el problema, el por mí venerado Günther Jakobs me
respondió:
“En lo que se refiere
a la composición autor-víctima, nosotros tenemos, como Ud. sabe, una
disposición vigente en el Código Penal (§
46 a , StGB). Esto no es moderno, pero está de moda. No considero la
disposición como una catástrofe, por dos razones: primero, el Derecho Penal no
puede ir desviado del espíritu de la época, y, segundo, la compensación que
produce el autor es un reconocimiento de la validez de la norma y, entonces, de
cualidad pública (!). Considero mucho peor la participación de los
querellantes, que entienden que pueden abusar del proceso penal para
escenificarse como víctimas. Una solución sería: En caso de agresiones a la
integridad corporal o a la libertad, el fisco asume la indemnización (que él
puede repetir del autor), y de este modo la víctima tendría que quedar «fuera»
del proceso”[51].-
El hecho de que
Jakobs comience diciendo que “no le parece una catástrofe” le hace pensar a uno
que de todos modos no le parece una regla propiamente acertada (aunque esto
mismo no surge de su texto). Mi escepticismo acerca de que la indemnización
pueda tener un significado mayor que el que le corresponde por el Derecho Civil
ya fue puesto de manifiesto. Tampoco me seduce la idea de que uno deba ceder al
“espíritu de la época”, aunque sea inevitable que una época torcida
difícilmente produzca un derecho recto[52]. Más interesante aun es la
anatematización de la intervención de los querellantes, esa escenificación del
papel de víctimas llorosas que se hallan en el centro del escenario, y la
propuesta de Jakobs de que la asunción de la indemnización por parte del Estado
pueda desinteresarlas del asunto en el que se debe discutir la “cosa
pública”[53].-
Por último, cito aquí
la opinión de Köhler, expresada en su Manual:
De la alternativa:
Reparación del daño
Concepto y crítica
”Bajo la reparación
ulterior puede ser entendida en parte la indemnización del daño del Derecho privado,
en parte una conducta moral-autónoma del autor, especialmente un esfuerzo por
«reconciliarse» con el lesionado, restablecimiento de la paz jurídica. Las
prestaciones autónomas pueden tener efecto atenuante, en casos límite de
delincuencia leve también conducir a la eximición de pena. Pero es
insostenible afirmar que la reparación del daño es una alternativa de sanción
autónoma. La sentencia que obliga a reparar el daño como tal no puede modificar
en nada el componente de lesión general del hecho punible; procesalmente se
trata de un anexo al proceso penal («procedimiento por adhesión») posiblemente
conveniente, pero no de un componente parcial constitutivo. La coerción a
«esforzarse», contenida en una sanción autónoma, de restablecer las cosas al estado
anterior, lesiona el presupuesto de que una prestación moral debe ser autónoma
y carece, por ello, de valor atenuante de la culpabilidad y de la pena. Bajo la presión de la persecución
penal y de una sanción más grave que está en expectativa, no se puede hablar de
una «voluntariedad», claramente es, también, una contradicción sistemática con
el presupuesto de voluntariedad jurídicamente análogo del desistimiento de la
tentativa. — La concepción según la cual la reparación del daño, conforme sea
su medida, podría bastar incluso en caso de delitos graves, recorta demasiado
el hecho punible a un conflicto privado y yerra el aspecto de lesión general
del Derecho Penal (público).-
”[…] Por ello,
también la idea, que confunde Derecho penal y moralidad, de una «reconciliación
organizada» mediante instituciones públicas debe ser juzgada con claro
escepticismo”[54].-
Como resulta de esa
exposición, sumamente convincente a mi juicio, y entrando ahora al fondo de la
cuestión, es decir, con prescindencia del órgano legislativo que incorpore
soluciones “de mediación”, con coerciones a pagar, pedir disculpas,
reconciliarse y “ser bueno” con el sujeto que se auto-proclama como “la
víctima”, el restablecimiento de las cosas al statu quo ante no tiene
nada que ver con un sustituto de la pena pública y encierra los mismos riesgos
de coerción que los institutos del arrepentido, pago de la deuda fiscal, juicio
abreviado, etc., acaso de gravedad menor, pero sustancialmente errados. Si ello
se restringe a ámbitos de muybaja criminalidad, acaso pueda
soportarse como algo que no llega a ser una “catástrofe”, y que puede
simplificar la labor de muchos a bajo costo. Pero seguirá rigiendo que esto
tiene una cuota de “conveniencia” sólo presuponiendo que el autor sea culpable;
el inocente que es obligado a tratar con abogados y psicólogos de institutos
públicos que lo instan a reconciliarse con quien lo quiere querellar, ha de
vivir esto como pura humillación.-
VII.-
Para ir cerrando mi
exposición y tomando una posición definida sobre la pregunta inicial, señalo
que reglas de esta naturaleza están tan en la base del sistema social, atañen
tanto a la identidad de una sociedad, que es manifiesto que forman parte del
derecho de fondo, del derecho común, que no pueden introducirse en forma
divergente mediante reglas locales, aun cuando muchos otros códigos de
procedimientos, no sólo el de la Ciudad de Buenos Aires, contienen reglas que
vulneran la legalidad y oficiosidad de la acción penal regulada en el Código
Penal y la proscripción de la transacción de la acción penal prevista en el
Código Civil. Que en Alemania se haya introducido los acuerdos sobre la pena en
el Código Procesal Penal no demuestra nada, porque ambos códigos, el
penal material y el procesal, son competencia del mismo órgano legislativo, y
con el mismo alcance territorial de toda la República Federal.-
Ilustraré mi
conclusión con otra narración de mi época de asesor legislativo.
Durante el tiempo en que Bernardo
Quinzio fue senador, se discutió en el Senado un proyecto de “ley de
arrepentido”, que impulsaba por entonces el gobernador Duhalde y algunos medios
de comunicación. Los legisladores adeptos –no adictos, adeptos– a
Carlos Menem estaban, en general, en contra de este proyecto. Yo
desconocía el trasfondo político de la cuestión, como me sucede generalmente.
Pero para mí era inadmisible aceptar una figura como ésa. Le dije entonces al
senador Quinzio que si él votaba en favor de ese proyecto yo tendría que
renunciar. Él me contestó: “Cuando Ud. entró acá dijo que emitiría siempre su
propia opinión. Pero el legislador soy yo, y yo también soy independiente; de
manera que voy a hacer lo que a mí me parezca correcto. De todos modos, en este
punto creo que coincido con su opinión”[55]. Lo cierto es que ese proyecto fue
rechazado. La propuesta de los duhaldistas fracasó en el Senado. Pero Duhalde
logró que se deslizara algo similar a la figura del arrepentido (“testigo de la
corona”), en el Código Procesal Penal de
la Provincia de Buenos Aires[56], bien que de modo tan incorrecto, desde
el punto de vista de las competencias, como está introducido en el art. 199 del
Código Procesal Penal de la Ciudad. Algo
que altera la medida de la pena o incluso su imposición misma no
se puede regular de distinto modo según cada legislación local. Como
tampoco podrían haber sido anuladas las leyes de Punto Final y Obediencia
Debida por medio de una ley local, si es que eran “anulables” por ley.-
Cuento un segundo
episodio similar. En ese mismo año 1997, como asesor del senador Bernardo Quinzio , yo había estado formulando
un proyecto de ley con una extensa fundamentación, que, por un lado, aumentaba
la pena de los delitos imprudentes de todas las figuras culposas del
Código Penal, pero, por otro, se introducía también una serie de casos de atenuación
general de la pena, para numerosas hipótesis, entre las cuales se hallaba
el error de prohibición evitable, la imputabilidad disminuida, el
comportamiento posterior al hecho de carácter excepcional, la posibilidad de
que la pena prevista para el delito violara, en el caso concreto, el principio
de proporcionalidad, y aun también el caso en el que el autor del hecho
sufriera un daño material o moral de consideración por la propia comisión del
delito (este es el llamado caso de la poena naturalis[57]).-
El proyecto fue
presentado por los senadores Quinzio (PJ) y Agúndez (UCR), ambos de la
provincia de San Luis, y había obtenido el beneplácito de toda la Comisión de Asuntos Penales del Senado,
incluida en ella la actual presidenta de
la Nación , a excepción del voto del senador Yoma, quien tejió una
operación de prensa con un periodista del diario “ La Na ción”, por un lado, y
diversos periodistas de televisión, por otro, para bloquear completamente el
proyecto. Creo que habría sido la reforma más significativa de la parte general
del Código Penal, si hubiera sido sancionada –pero, claro, yo era el redactor
del proyecto–. Carlos Creus, sin embargo, dijo precisamente eso en un dictamen
dirigido a la Co misión. Pero los medios
de comunicación pesan más que las ideas ilustradas. Si bien la entonces
senadora Fernández de Kirchner expresó ante el senador Quinzio –autor oficial
del proyecto– que eso “tenía que ser una maniobra de Menem”, que el proyecto
tenía que salir igual, etc., etc., lo cierto es que los (demás) legisladores se
inhibieron –por decir poco– ante la reacción de los medios de comunicación.
Éstos decían –poco menos– que con tales reducciones de pena se daría “la
libertad a los violadores”, cuando sólo se estaba previendo una reducción de la
pena para casos de menor cuantificación del ilícito y la culpabilidad u otras
circunstancias que legitimaban una atenuación.-
Ahora bien, nuestro
proyecto fracasó en el Senado. ¿Habrían podido incorporarlo sus autores, si
hubieran tenido el “poder local” suficiente, por vía del Código Procesal Penal
de cada provincia o al menos del de su propia provincia? De hecho, los
institutos especialmente atacados por aquel entonces por la prensa son los que
están previstos diversificadamente en los casos “de archivo”, y en parte
también en la “mediación”. Porque bajo la expresión “comportamiento posterior
al hecho de carácter excepcional” podían caer diversas manifestaciones
de la conducta asumida por el autor después del hecho. En todo caso, se
trataba de una atenuación de la pena, no de una impunidad, como
se hace ahora en este código local.-
Por último, señalo un
problema que no es menor en la configuración de este Código Procesal Penal de
nuestra Ciudad, y es el hecho de que el fiscal pueda decidir por sí y ante sí,
de modo discrecional, si pondrá en marcha la acción penal, si la tirará a la
basura o si la venderá al mejor postor. Así obraba el procureur du Roi
en el Ancienrégime, con lo que quiso terminar el pensamiento de la Ilustración ¿Quién controlaría que esa
discrecionalidad no sea fuente de corrupción? Su origen ya lo es:
quebranta la legalidad del Derecho. El art. 274 del Código Penal conmina
con pena “al funcionario público que, faltando a la obligación de su cargo,
dejare de promover la persecución y represión de los delincuentes”. ¿Cómo
podría un código procesal anular la obligación de promover la acción penal
precisamente del Ministerio Público?[58]
Incluso sobre el más
honesto de los fiscales siempre pendería la duda, al menos a los ojos del
hombre de la calle –que sufraga su sueldo con el pago de impuestos–, de que si
a éste le ha tocado ir a juicio será porque no ha sabido regirse bien en este
ámbito “de los negocios”, pero que, seguramente, el fiscal “tenía su
precio”.-
VI.-
Resumo mis
conclusiones:
a) La cuestión
propiamente discutida en la jurisdicción de la Ciudad, relativa a si las así
llamadas formas “alternativas de solución del conflicto” pueden ser reguladas
en el Código Procesal local o deben serlo en una ley de fondo, me parece de
respuesta evidente: es una cuestión de fondo; los argumentos de
las sentencias respectivas son autosuficientes en este punto, aunque creo haber
dado otros argumentos paralelos o convergentes.-
b) En
apariencia, se podría discutir si las salas de
la Cámara tenían competencia para declarar la nulidad del
instituto de la “resolución alternativa”, cuando sólo recurría el imputado.
Pero esa apariencia engaña. Allí no se trataba de declarar una
inconstitucionalidad más allá de los límites del recurso. Los respectivos
recurrentes reclamaban la aplicación de un remedio alternativo al juicio, que,
en instancia anterior, les había sido denegado –cualesquiera que hubieran sido
las razones–, y les requerían a los jueces de alzada que les otorgaran ese
remedio alternativo. Entonces, la cuestión de la validez constitucional del
remedio reclamado era un presupuesto a analizar antes de proceder
a concederlo. Por ende, el recurso de cada uno ponía en juego, para el caso
concreto, la validez constitucional de la norma en que se pretendía fundar el
derecho.-
c) Ahora bien,
buena parte de los institutos regulados en el Código Procesal Penal de la
Ciudad tampoco serían válidos, a mi modo de ver, incluso si fueran legislados
por una ley nacional.-
d) Ya como principio,
no es “retrógrado” declarar asunto público lo que es propiamentepúblico.
Para lo “negociable”, las partes ya tienen el fuero civil y comercial, que
regula los objetos que sí están en el comercio.-
e) Ciertamente,
para los delitos leves, una solución indulgente, no punitiva, no es
esencialmente censurable, pero eso es así en la misma y justa medida en que
tales infracciones podrían ser lisa y llanamente desincriminadas por el
legislador y convertidas acaso, si fuera necesario, en contravenciones al
orden. Toda decisión al respecto, sin embargo, en la medida en que el hecho
siga siendo subsumible en un tipo penal, es competencia del Congreso de la
Nación, al menos en tanto éste no abra un campo de soluciones de “atenuación” o
“eximición” de pena, reglamentadas legalmente.-
f) Para casos
de verdadera “insignificancia”, en sentido estricto, eso sí podría ser
resuelto directamente por leyes locales, en la misma y justa medida en que, por
vía de interpretación, se pueda llegar a sostener que el hecho insignificante
del caso no hubiera llegado a realizar el tipo penal, interpretado éste
“correctamente”. Una decisión de esa índole, sin embargo, debería ser sometida
a decisión judicial y no quedar a merced del Ministerio Público[59].-
g) No hay
ningún axioma cuyo contenido pueda identificar el “principio acusatorio” con
una discrecionalidad absoluta del Ministerio Público para “jugar a los naipes”
con la acción penal, es decir, dejar sustraído, precisamente a ese órgano, de lasujecióna
la ley[60]. Al contrario, fue el ideario de la Ilustración acabar con la imagen del procureur
du Roi del antiguo régimen, pues en sus manos quedaba el poder de perseguir
precisamente como a él se le ocurriese, sin atenerse a un principio de
igualdad.-
h) Las
soluciones “de mediación” reguladas en muchas provincias argentinas, es decir,
en violación al principio de legalidad y oficiosidad de la acción penal, son,
desde el punto de vista de su propio funcionamiento, censurables bajo muchos
aspectos, y a lo sumo podrían tolerarse para delitos leves –si el Congreso
de la Nación habilitase por ley a que
las provincias regularan la forma de arribar a esas soluciones– y como una
solución más propia de lo que hay que sufrir por los tiempos de moda, que
porque eso tenga un fundamento sólido de Filosofía moral.-
Esta ponencia, por
cierto, padece de una “dosis de optimismo”. La idea de que uno viviese
aquí en un “Estado de Derecho” es más bien lo que ha quedado de las antiguas
ilusiones de otros tiempos, de generaciones de juristas frustradas en sus
ideales de justicia. Un Estado en el que su presidente –absorbiendo al Senado–
puede derrocar una Corte entera, o bien a la mayoría de sus miembros, para
designar los suyos, y luego reducir el número de los que integran el tribunal,
para que todo quede bien “cerrado”; un Estado que les escatima a los Estados
provinciales que lo integran los recursos económicos que les corresponden, para
aleccionar a los gobernadores disidentes; un Estado que primero legisla sobre
jubilaciones privadas, instando a la gente a ahorrar para su jubilación
ulterior, para luego arrebatarle su dinero con “fines públicos” (y acaso ni
siquiera a tales fines); un Estado en el que las elecciones se mudan de fecha
para que el gobierno “pierda por menos”, más allá de “mostrar como candidatos”
a personas que, se sabe de antemano, no asumirán su cargo, pero que se
presupone que “captarán más votos” que aquel que a la postre lo asumirá; un
Estado que se permite así fuese en una sola jurisdicción un procureur du Roi,
que decida por sí y ante sí a quién perseguirá penalmente y a quién no; un país
en el que cualquiera se siente con derecho a peticionar sobre la base de
cerrarle el paso al vecino, cortar rutas y puentes, avenidas, calles y plazas,
mientras el Estado se retira de su función de ser garante del orden general,
impulsando a una regresión al antiguo Oriente (venganza privada a título de
interés público); en fin… un Estado que evoca permanentemente la idea de San
Agustín, de que “una sociedad desorganizada es una gran banda de ladrones”, ese
tal Estado, pregunto: ¿cómo podría aspirar a tener normas que “se hallen
vigentes” y cuyo quebrantamiento individual ponga en cuestión su “vigencia”?
¿Cuáles normas? Si todo es anómalo, posiblemente ninguna regla sea
válida. Renace así algo similar al “estado de naturaleza” y todos “pueden”
contra todos. Si la sociedad se asume a sí misma de ese modo, es decir, no
como sociedad, sino como amontonamiento de personas que se quitan
los derechos unas a otras, ya pierde sentido la estabilización de normas de
conducta que de todos modos sólo un grupo de personas reconoce como
vinculantes. En un tal caos sólo restaría “la mediación de todo”.
La pregunta de si podríamos soportar una auto-declaración de quiebra definitiva
del patrimonio jurídico y valorativo del Estado no se puede
responder aquí. Pero si la respuesta fuese afirmativa, ya todo quedaría “al
margen de la ley”.-
Este trabajo
presupone que el Estado de Derecho fuese en sí “recuperable” y no hay por qué
pensar que la desazón tenga que ser eterna.-
(*)Profesor titular
de Derecho penal y procesal penal de la
Universidad de Buenos Aires. Profesor honorario de la Universidad Nacional del Nordeste.
Profesor titular de Derecho Penal y Contravencional del Instituto Superior de
Seguridad Pública de la Ciudad Autónoma
de Buenos Aires. Con diferencias de detalle, el texto fue leído como ponencia
presentada en las “Jornadas sobre Mediación Penal”, organizadas por el Centro
de Formación Judicial del Consejo de la
Magistratura de la Ciudad Autónoma de
Buenos Aires, realizadas los días 2 y 3 de junio de 2010. Las notas de pie de
página fueron incorporadas para la
publicación. La mayor parte de los expositores invitados a estas jornadas
hablaron de las bondades de la “mediación penal”, del uso de la idea de “la
resolución del conflicto”, en lugar de la constatación de que se trata de la
comisión de un hecho punible. Cada uno, además, mostró con júbilo lo
bien que había regulado, cada provincia a su modo, todo lo que se
puede hacer, en lugar de lo que dice el Código Penal: es decir, que cada
provincia “tiene su fiesta”. El autor agradece las discusiones críticas
mantenidas con Guillermo Orce y Gustavo
Trovato; asimismo, la revisión de José Béguelin.
[1]La ley usa el
verbo “invitar”, pero, por las razones que se desprenderán del siguiente
discurso, se trata de algo más intenso que una “invitación”.
[2]Me atengo a la
terminología “sociologizante”, que está de moda, con la cual, empero, se pierde
de vista aquello de lo que se trata jurídicamente: de la comisión de un
delito, esto es: del quebrantamiento de una norma fundamental para la
convivencia social (si no fuera fundamental, su infracción no debería
constituir delito, sino ser rebajada a contravención o pasar a integrar lisa y
llanamente la “libertad de obrar”).
[3]De todos modos, lo
que aquí está principalmente en juego no es el artículo tal o cual de un
código, sino la asunción de una posición básica ante las funciones del Estado.
[4]Véase, p. ej., las
siguiente sentencias: Sala I, causa 45.966-02-CC/09, “Incidente de nulidad en
autos «González, Pedro, s. infr. art. 183, daños, CP»”, sent. del 29/5/2009;
Sala II, causa 23.694-00-CC/2008, “Valdez, Víctor Gustavo, s. infr. art. 1 de
la ley 13.944, apelación”, sent. del 14/12/2009; Sala II, causa
22.323-01-CC/2008, “Incidente de apelación en autos «Leguizamón, Gustavo»”,
sent. del 29/6/2009; Sala III, causa 44.832-01-00/09, “Incidente de Nulidad en
autos «Acevedo, Roberto Miguel y
Furchini, Norma Alejandra s. infr. arts. 96 y 183 del CP»”, sent. del
29/9/2009.
[5]Con esto se quiere
regular un caso de poena naturalis, que, para Kant, no podía alterar la poena
forensis, pero, en general, el pensamiento penal moderno acepta como causal
de disminución si no de la culpabilidad, sí de la necesidad de la
pena. Mas, de concedérsele efectos a la poena naturalis (como debería
ocurrir, si bien en el Código Penal, y más bien en el marco de la atenuación
que de la eximición), no tendría por qué estar limitada a los delitos
imprudentes (ejemplo: el autor pone una bomba en un atentado, en el que pierde
dos extremidades, mientras que sus metas políticas han fracasado y el
destinatario salió además ileso), ni tampoco estaría justificada en
cualquier caso de delito imprudente, por el mero hecho de que no hubiera
dolo. Ejemplo: el padre que conduce el automóvil llevando siempre a su hijo
de 4 años en el asiento delantero y sin ninguna seguridad adicional, pese a los
ruegos de la madre que le viene diciendo desde tiempo atrás que debe ubicar al
niño en el asiento trasero y con los recaudos adicionales de seguridad
adecuados, probablemente no merezca siquiera una atenuación de la pena, por
doloroso que fuese su pesar al causar la muerte del niño en un accidente en el
que aquellas deficiencias fueran relevantes, dada la gravedad de su
imprudencia, su desprecio a la seguridad del prójimo y los oídos sordos a los
ruegos de la mujer, que tendría su propio derecho a insinuarse como particular
damnificada. Que por el momento estos casos no sean de competencia de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires es un déficit
de los tiempos; pero en algún momento sus tribunales tendrán cedida toda
la jurisdicción que le corresponde a la
Ciudad. El propio Código Procesal Penal de
la Ciudad ha sido concebido para el caso de que esto llegara a ocurrir.
[6]Cevasco, Resabios
unitarios e inquisitivos en fallos judiciales, “El Dial”, 10/8/2009.
[7]Ya en este
sentido, Sancinetti, Observaciones críticas sobre el proyecto de ley de
tratamiento privilegiado al “testigo de la corona” (¿“arrepentido”?)- Ponencia
ante el Senado de la Nación, en
“Cuadernos de Doctrina y Jurisprudencia Penal”, año III (1997), n.° 7, pp. 791
ss.
[8]Cito según el
diccionario de Liebs: Lateinische Rechtsregeln und Rechtssprichwörter –
Zusammengestellt, übersetzt und erläutert von Detlef Liebs ([Reglas
jurídicas y aforismos latinos, reunidos, traducidos [al alemán] y explicados
por Detlef Liebs), 5.ª ed., C. H. Beck, 1991, letra N, n.º 82: “Nadie es
testigo en causa propia. Quien es parte en un proceso o participa de cualquier
otro modo no puede aparecer en ella como testigo, sino que debe proceder como
parte, o bien como acusador o acusado. Dig. 22, 5, 10 (Pomponio) […]”. Hoy, en
principio, ya no rige.
[9]“La veradera
medida de su credibilidad no es otra sino el interés que tenga en decir o no
decir la verdad”; así, Beccaria, Dei delitti e delle pene, al cuidado de
Piero Calamandrei, Firenze, Felice Le Monier, 1945, § VIII, pp. 198 s. Cf. la
versión española de Beccaria, De los delitos y de las penas, de
Francisco Tomás y Valiente, Aguilar, Madrid, 1969, VIII, p. 86 s.
[10]El Código ni
siquiera se esfuerza por limitar el “esclarecimiento” merecedor de la impunidad
al aporte de “indicios objetivos”, por más que en el caso éstos provengan de
una “declaración”. Al contrario, parecería que se conforma con un
“esclarecimiento” derivado de “las palabras mismas”.
[11]Tomo este párrafo
casi de modo literal de un memorándum personal que preparó Guillermo Orce , a mi pedido, antes de dar la
conferencia que dio lugar a este texto. Véase también Orce/Trovato, Delitos
tributarios, Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 2008, pp. 268 ss.; parcialmente
coincidente, con otras referencias, Orce, Función de la pena y delitos
tributarios, en Montealegre Lynett (coord.): Derecho penal y sociedad,
Universidad Externado de Colombia, 2007, t. II pp. 215 ss.
[12]Kummer, en:
Wabnitz-Janovsky (ed.), Handbuch des Wirtschafts- und Steuerstrafrechts,
Múnich, 2004, p. 1209 (tomo la cita a partir del memorándum de Orce,
cit. en nota precedente).
[13]“Fallos C.S.”, t.
329, p. 5310 (con disidencias de los jueces Argibay y Lorenzetti, que proponían
aplicar el art. 280, CPCCN).
[14]Al respecto,
extensamente, Sancinetti, Acusaciones por abuso sexual: principio de
igualdad y principio de inocencia - Hacia la recuperación de las máximas:
“Testimonium unius non valet” y “Nemo testis in propria causa”, en “Revista
de Derecho Penal y Procesal Penal”, Abeledo-Perrot, junio 2010.
[15]Claro que la
mujer podría haber mentido esta segunda vez, y haber sido cierta la incriminación
originaria. En materia de delitos sexuales se está operando con un sistema infalseable
para la defensa: se considera un indicio de veracidad de la declaración
incriminante el hecho de que la acusadora se mantenga firme en varios momentos
de su incriminación (“indicio de perseverancia”), pero al mismo tiempo se
sostiene que en “caso de retractación”, en razón de que ésta puede deberse a
los efectos negativos que la denuncia puede haberle causado a la propia
acusadora, se parte de la base de que, en principio, la retractación es la
corroboración del abuso, y los peritos usan esta fórmula con “todo rigor
científico”. El acusado se enfrenta así a un barrera impermeable: si la
acusadora insiste en la incriminación tiene que ser verdad lo que ella dice
(“porque nadie insistiría tanto si no dijera la verdad” [?]); si ella se
desdice, miente en la retractación.
Sobre todo esto, cf. mi trabajo cit. en nota precedente.
[16]El fundamento
normativo invocado por la Corte era, a
mi juicio, incompleto. Había, sí, arbitrariedad en la decisión
recurrida; pero, por encima de ello, estaba comprometida una cuestión
constitucional, a saber: a) En primer lugar, que el tribunal recurrido
suponía aplicar una prohibición probatoria contra el imputado, sólo en razón de
que el juez de instrucción hubiera indagado “de más”; dado que una declaración
rectificatoria de la mujer habría valido en cualquier parte, p. ej., si se
hubiera hecho ante un escribano o ante cualquier tercero que luego diese
noticia de esta referencia, había ya una violación al derecho a ser juzgado con
las “debidas garantías” (art. 8, párr. 1, CADH), en el hecho de considerar que
el juez instructor se hubiera “excedido” al investigar;
esto no podía perjudicar al imputado (no se trataba, p. ej., de que el acusado
hubiera obtenido una declaración veraz, pero por medio de aplicación de
tormentos). b) La invocación de que la pena previa hubiera podido ser
obtenida por una vía coercitiva, tal como lo demostraban los hechos –en
tanto la declaración rectificatoria de la mujer hubiera sido veraz– ya ponía en
crisis la legitimidad del procedimiento por el cual había sido penado
inicialmente el señor Casimiro, de modo que había un agravio constitucional
implicado en su intento de revisión, bloqueado por el tribunal de
casación. Pues el acusado estaba diciendo: “no es tan sólo que yo tenga una
prueba posterior al juicio, sino que ésta demuestra que mi reconocimiento
de culpabilidad pretérito se basó en coacción estatal”.
[17]La implementación
sería del siguiente modo. Tras la homologación de un acuerdo sobre la pena
(“juicio abreviado”, “avenimiento”), el defensor plantearía la
inconstitucionalidad de haber sido coercitivamente invitado a
una negociación sobre la pena justa, que el acusado ha aceptado por no quedarle
más remedio, si no quería estar expuesto a un tratamiento más agresivo por
parte del Ministerio Público en el juicio. Ahora viene a requerir el “juicio
justo”, es decir, “con las debidas garantías”, mas sin que sea posible que le
fuese aplicada, en caso de resultar condenado, una pena más grave que la ya
homologada. Pues esta queja debería clasificarse como recurso, sujeto a
la garantía de proscripción de reformatio in peius. Me refiero en el
texto sobre todo a los “defensores oficiales”, antes que a “cualquier
defensor”, porque aquéllos tendrían la posibilidad de producir un “giro en
masa” del tratamiento del problema. (Los abogados particulares apenas tendrían
peso institucionalmente, pero siempre podrían hacerlo por su
defendido en el caso concreto.)
[18]Orce ha objetado
(memorándum cit.) que aunque a él le parece inmoral y contrario
a Derecho el “pacto sobre la pena”, éste no podría ser declarado inconstitucional
en contra del interés del acusado; según él, eso podría fundarse sólo en una
visión paternalista. Contesto: no hace falta invocar las garantías del imputado
para contradecir su voluntad, basta con constatar que el Estado carece de
facultades para pactar sobre la pena; se trata de un acto de nulidad absoluta,
que nadie puede homologar. También la sociedad misma tiene derecho a la
“pena justa”. La idea de que no podría haber ninguna declaración de
inconstitucionalidad en contra del imputado, por un lado sería incompatible, p.
ej., con la declaración de inconstitucionalidad de las leyes de Punto Final y
de Obediencia Debida (cuya invalidez, al menos originariamente, los
tribunales podrían haber hecho sin ninguna duda). Por otro lado, no hay ninguna
máxima cuyo contenido imponga que el acusado pueda beneficiarse de los actos
ilícitos. Al contrario, la parte final del art. 953 CC dice, con razón, que
“los actos jurídicos que no sean conformes a esta disposición, son nulos como si
no tuviesen objeto”.
[19]Jakobs, Rücktritt
als Tatänderung versus allgemeines Nachtatverhalten [Desistimiento como modificación
del hecho versus conducta posterior al hecho de carácter genérico], en
ZStW, t. 104 (1992), p. 82 ss., esp. p. 86 (hay versión española de Enrique
Peñaranda Ramos en Jakobs, Estudios de Derecho Penal, Civitas, Madrid,
1997, pp. 325 ss., esp. p. 328).
[20]A pesar de las
observaciones críticas que seguirán en el texto respecto de la visión
“ius-privatista” del Derecho penal antiguo, acoto que Julio Maier , cuando preparaba su proyecto de
Código Procesal, y pensando en la posibilidad de prever una regulación para
situaciones en que operasen reglas derivadas de un “principio de oportunidad”,
se dirigió a la comisión que por entonces se había creado para la revisión y
reforma del Código Penal, en razón de que quería saber si esta comisión tenía
prevista alguna forma de flexibilizar el principio de legalidad u oficiosidad
de la acción pública. Según su relato, que recuerdo bien, tal comisión
reaccionó mal a su interrogación, como si la pregunta fuese una suerte
de tendencia al condicionamiento del trabajo de esa comisión. Pero Maier
refería que él tan sólo quería saber si habría alguna regulación al respecto,
porque, sin esa modificación, el Código Procesal no podía introducir ninguna
regulación de esa índole. Al menos hasta ese momento, entonces, Maier pensaba
como la mayoría de los integrantes de las salas de la Cámara en lo Penal, Contravencional y de
Faltas de la Ciudad Autónoma de Buenos
Aires, y en el mismo sentido en el que se discurrirá aquí. En cambio, más allá
de la discusión sobre las competencias, él sí se mostraba jubiloso, al menos
por entonces, de que el Estado pudiera decidir a discreción en el nuevo país
que se avecinaba. Hoy como ayer –como se mostrará– yo estoy completamente en
contra de esa posición. Y hasta donde yo recuerdo de mis primeros años de
amistad con Julio Maier , antes del
advenimiento de la democracia, él era devoto del principio de legalidad y
oficiosidad.
[21]Dicho brevemente:
si la víctima está en el centro, padecen las garantías del acusado,
justamente porque sus intereses pasan a quedar en la periferia. Como consecuencia de ello, los
vientos de moda fueron favorables a la creación de las más diversas
“Organizaciones No Gubernamentales”, que so pretexto de superar la corrupción
estatal, acaso la hayan multiplicado. En el Derecho Penal en particular esto
condujo a la existencia de asociaciones que reclamaron el derecho a
constituirse en querellantes o particulares damnificados a título propio, con
tal suerte que el acusado hoy debe enfrentarse con frecuencia a una pluralidad
de acusadores: el Estado, la víctima, la asociación de víctimas cercanas al
caso, la asociación de víctimas alejadas del caso –pero que de todos modos se
insinúan con un interés–, otra asociación de víctimas contrarias a las otras
dos y con las cuales compite acaso por obtener subvenciones de organismos
internacionales (o nacionales), pero que igualmente tiene algo que decir contra
el acusado, etc., etc., mientras que hasta hoy –aunque algunos abogados soñamos
con alcanzar esta meta– no se ha creado ningún organismo no gubernamental que
defienda por sí, es decir, a título propio, los derechos y garantías difusas
de todos los imputados, incluso en contra de la opinión del imputado del
caso concreto. ¿A qué queda reducido hoy el “principio de igualdad de armas” si
el acusado tiene que defenderse de una multiplicidad de acusaciones, que con
frecuencia sostienen configuraciones distintas del hecho objeto de acusación,
calificaciones jurídicas distintas, e interpretaciones contrapuestas de los
testimonios y demás medios de prueba que acreditarían, según la perspectiva de
cada acusador, el hecho objeto de acusación y de una manera diferente? El
acusado queda entonces como el rey David frente a Goliat, pero sin tener de su
lado el respaldo de Yahvéh-Dios que David sí tuvo (Libro Primero de Samuel,
17, 1-57).
[22]En el Manual
de Helmut Frister (Strafrecht, AT, 4.ª ed., Múnich, 2009, n.º m. 1/4),
se lo expresa así: “La naturaleza jurídico-pública de la pena no es una
obviedad, sino el resultado de una larga evolución del Derecho. La lesión de
los derechos de un hombre por parte de otro hombre se convirtió en un asunto
público recién en virtud de que, en la sociedad, surgiese un poder de señorío
que no sólo le impuso a los hombres obligaciones en beneficio del señor mismo
(p. ej., impuestos y prestaciones laborales), sino que también pretendió
regular de modo vinculante, en pro del bienestar general, la convivencia de
los hombres entre sí. Una comprensión tal del Estado moderno se impuso
definitivamente en Alemania recién en la temprana Edad Moderna (en torno al
año 1500). En correspondencia con ello, recién desde entonces la punición de
infracciones del Derecho es entendida, básicamente, como un asunto público.
Anteriormente, la clase y alcance de la reacción contra una infracción del
Derecho dependían, en mayor o menor medida, de la voluntad de la víctima. En el Derecho franco, incluso el
homicidio doloso podía ser purgado, en parte, pagándole a los parientes un
«precio del hombre» („Wergeld“)” (con cita de Rüping/Jerouscheck, Grundriss
der Strafgeschichte, 5.ª ed., 2007, n.º m. 8/11).
[23]Esto no debe
entenderse en el sentido de un demérito del autor de este texto hacia la obra
citada en nota precedente (ni hacia los autores citados por Frister: dos
prestigiosos historiadores del Derecho). Al contrario, el autor considera el Manual
de Frister como una de las obras generales más interesantes de las que han
aparecido en Alemania en los últimos años, y, por ello, se ha aplicado a
traducirla por completo, lo que espera ver realizado en un producto final, en
breve. Lo que se quiere decir enseguida en el texto es que la reacción
particular puede verse ya como hecha “en interés público”, en una
sociedad organizada insuficientemente. De hecho, en un mensaje posterior a mi
conferencia, Frister me respondió: “Ud. tiene razón, seguramente, en que
también ya antes en otras partes de Europa y del mundo hubo ordenamientos
jurídicos que consideraban la pena como un asunto público. En esa medida, el
n.º m. [1/4, v. nota precedente] induce a error”.
[24]Cf. la edición
del Código de Hammurabi, con Estudio preliminar, traducción y notas
de F. Lara Peinado, Tecnos, Madrid, 1986, y los numerosos parágrafos que se
inspiran en la Ley del Talión, en el
índice de materias, p. 227: §§ 3, 4, 116, 127, 136, 196, 197, 200, 202, 210,
219, 229, 230-232, 235-237, 245, 263.
[25]Sobre el
significado de la venganza, la Ley del
Talión, y su relación con el tabú de la sangre y el mito del disvalor de
resultado en Derecho Penal, cf. Sancinetti, El pensamiento de la Ilustración y el llamado “principio de
lesividad”, lección de investidura al título de doctor honoriscausa
por la Universidad de la Cuenca del Plata, de próxima aparición.
[26]Génesis, cap. 4, vers. 13-15.
[27]Génesis, cap. 4, vers. 23, 24.
[28]Génesis,
cap. 4, vers. 25-29.
[29]Al respecto, cf.
Sancinetti (según referencias de nota 25), con extensas transcripciones del
pensamiento de Filangieri.
[30]Éxodo,
cap. 21, vers. 23-25.
[31]Levítico,
cap. 24, vers. 19-22.
[32]Deuteronomio,
cap. 19, vers. 4, 5.
[33]Deuteronomio,
cap. 19, vers. 11-13. Estrictamente, esa no es la última
referencia sobre la Ley del Talión,
pues, inmediatamente, bajo el mismo capítulo se prescribe “El talión:
Vida por vida, ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie” (al
final del cap. 19, 21), tras las admoniciones contra el testigo que
declara falsamente (19, 16-21), y tras sentar la regla general de que
“un solo testigo no es suficiente para convencer a un hombre de cualquier falta
o delito” (19, 15), exigiéndose dos o tres para que esté “firme la
causa”.
[34]Génesis, cap. 22, vers. 1-19.
[35]Génesis, cap. 22, vers. 7.
[36]Génesis, cap. 22, vers. 8.
[37]Génesis, cap. 22, vers. 10.
[38]Génesis,
cap. 22, vers. 13.
[39]Me valgo de la
versión española de Freud, Obras completas, trad. de L.
López-Ballesteros y de Torres, Madrid, 1973, t. III, Psicología de las masas
y análisis del yo, 1920-1921, lug. cit., pp. 2563 ss., esp. 2585 ss.
Agradezco las continuas reflexiones sobre esta problemática que debo al
psiquiatra Dr. Ricardo Roveta, en quien me inspiro en lo que
sigue, así como también en buena parte de lo ya dicho.
[40]Por supuesto, con
lo que digo en el texto no espero ni pretendo cometer una blasfemia, sino tan
sólo presentar una hipótesis antropológica que me ha sido sugerida en
diversos diálogos y ligada también al peso de nuestra tradición
judeo-cristiana: la hipótesis de por qué es tan cara a la imagen del hombre la
idea del Cristianismo, que por lo demás es el credo al que yo
pertenezco. Ello no dice nada, en fin, contra las verdades de fe.
[41]Mt., cap. 26,
vers. 30.
[42]Cf. v. Liszt, La
idea de fin en el Derecho penal, trad. de E. Aimone Gibson, Edeval,
Valparaíso, 1984, pp. 128, 129, 131. Se trata de la versión española del
conocido “Programa de la Universidad de
Marburgo” (Discurso de rectorado leído en 1882): Marburger
Universitätsprogramm, reeditado al año
siguiente como Der Zweckgedanke im Strafrecht, en ZStW, t. 3 [1883], pp.
1 ss.
[43]Frister, Strafrecht, AT, 4.ª ed., Múnich, 2009, n.º m. 1/3.
[44]Primeramente,
como asesor del por entonces (1998) diputado Bernardo P. Quinzio, que en gran
parte compartía mis puntos de vista, propuse que se reintrodujera la expresión
“acceso carnal” para la violación en sentido estricto, pues en la versión del
proyecto originario la violación quedaba definida como “la introducción de
cualquier elemento en cualquier cavidad”: así, un grisín, puesto
por un muchacho, “en razón de los nervios”, en la boca de su invitada en la
cena de la primera cita, en contra de su voluntad expresa, cuando ésta le
decía: “no como carbohidratos, porque cuido mi línea” (tensa
ella también en la cita), pasaba a estar en la misma situación de quien
introduce el órgano viril (al menos en tanto el joven depositase en el grisín
cierta “cuota de libido perceptible externamente”). Sólo por ventura se pudo
mantener el núcleo de la descripción típica originaria. Tampoco
era apropiado elevar la edad de la víctima de estupro de 15 a 16 años, cuando
el inicio sexual actual –como regla general– es anterior al que se daba en
1920. Al mismo tiempo había un proyecto de Graciela Fernández Meijide que, a la
inversa, proponía reducir la edad límite del estupro a 14 años, lo que
demostraba que era preferible mantener el límite originario inalterado; mucho
menos lo fue –en contra de lo que se cree– la sustitución de “mujer honesta”
por “persona de cuya inmadurez sexual se aprovecha el autor en razón de su
mayor edad, preeminencia u otra circunstancia”, y ampliándose el estupro a las
“formas de abuso” de lo que hoy son los párrafos segundo y tercero del art.
119. En el proyecto originario ni siquiera se hablaba de un sustituto de la
“honestidad de la víctima”, es decir, que la mera edad inferior a 16 años
de uno de los sujetos de la relación incriminaba al partner
de esa relación. Ante mi observación de que ello tendría límites de incriminación
indeseables, se introdujo ese “aprovechamiento de la inmadurez” –mientras que
yo seguía rogando por que se dejase todo como estaba: sencillo y claro (hoy:
complejo, oscuro y desproporcionado)–. Y al sustituirse “mujer” por “persona”
(para el “varón con varón” y “mujer con mujer” siempre había existido la forma:
“corrupción”), y ser “vago el núcleo de la acción”, la mujer pasó a ser
posible sujeto activo de un abuso sexual con un joven de 15 años
“cumplidos por demás”, aunque la relación sexual hubiera sido consentida.
Esto ¡nunca había constituido delito! Es que el significado
psicológico del aprovechamiento de la inexperiencia sexual de
una niña de 14 años por parte de un sujeto de 20 es muy distinto al efecto que
puede quedar en un muchacho de 14, de quien se enamora su maestra de inglés,
también de 20, habiendo en todos los casos consentimiento. ¿Cómo pasaba a ser
delito, esto último, para el siglo XXI?
[45]Dicho tan sólo a
modo de burdo ejemplo, un niño de 8 ó 9 años puede informarle a sus padres
sobre lo que aparece en internet si uno escribe “www.lesbis.com”.
[46]Por ello, lo que
se dice en algunos votos de la sentencia de
la Corte Suprema de Justicia de
la Nación en el caso “Arriola” sobre los delitos de peligro abstracto
importa una sensible confusión de las categorías.
[47]Después de mi
exposición en las jornadas a las que se hace referencia en la nota inicial con
asterisco, el siguiente expositor, Alfredo Pérez Galimberti, Trelew (con quien
el autor, más allá de las críticas que siguen, guarda lazos de amistad), pasó a
hablar de las creaciones de la legislación local de la Provincia del Chubut, en
la que se incorporan soluciones de mediación, maravillosas, según las
ideas de moda. Entre otras cosas, él habló de la importancia de que, además de
la reparación del daño, el autor del hecho le pida perdón a la
víctima, lo que efectivamente se lograba en estos procesos de “mediación”, a
pedido de la víctima. Sin embargo,
ninguna autoridad estatal puede incidir en que el ciudadano acusado le pida
perdón a nadie, porque exigir “actos de contrición” no entra en las
competencias estatales (en contra de mi punto de vista, empero, se hallan las
posiciones que en Alemania exigen, además de la reparación del daño, la reconciliación
entre autor y víctima, que fue la iniciativa parlamentaria de la fracción
del SPD [Partido Social-demócrata de Alemania]; véase Lackner/Kühl, Strafgesetzbuch
mit Erläuterungen [Código Penal alemán, con explicaciones], 23.ª ed., Beck
Verlag, Múnich, 1999, p. 346, com. § 46
a , StGB, n.º m. 3). Estas “penas” de “pedir perdón” lesionan la autonomía
ética del hombre. Con ello, se retorna a lo realmente criticable de una función
que cumplieron las penas absolutas: buscar “expiación”. Me mantengo, pues, en
la posición de que el Estado carece de facultades para hacer de “maestra de
escuela ante la disputa entre dos niños”: ¿se llegaría también por esta vía a
exigir la “expiación” de las faltas de la mala conciencia? Por lo demás,
el imputado puede no sentir ninguna culpa interior, sobre todo si, en su recta
conciencia, él es inocente, pero no quiere exponerse a un juicio en el que
“llevará las de perder”, y simulará sus “disculpas” sólo porque, de otro modo,
le iría peor (hipocresía). En este sentido dice Köhler: “Deben ser consideradas
en forma crítica, además, las penas o elementos punitivos que desembocan en
coacción en ámbitos de la autonomía religiosa, moral, pragmática. Como ejemplo
más antiguo puede valer la coacción a ejercitaciones religiosas en la prisión. Más actuales son los elementos
punitivos (p. ej., la carga para obtener la condena condicional) que exigen
acciones morales como el disculparse ante la víctima del hecho,
el esforzarse por «compensar el hecho», entre otras. Con
prescindencia de que al respecto sólo se da una coerción, carente de sentido, a
ser hipócrita, el concepto de pena excluye, por principio, invadir
coercitivamente la actitud moral, religiosa. El autor sólo
tiene que padecer la negación proporcional de su libertad externa como equivalente
del hecho, mientras que su auto-determinación moral tiene que permanecer
libre de todo intento de coacción directa, aun respecto de la «elaboración»
autónoma de la consecuencia de la pena en arrepentimiento o modificación de su
actitud” (Köhler, Strafrecht, AT, Springer, Berlín et al.,
1997, p. 592, la negrita y bastardilla es mía). Pérez Galimberti también
mencionó el caso en el que una mujer, cuyo ex - marido la habría violado, fue a
reclamar que no se le hiciera a él ningún juicio criminal, porque, a ella, su
encierro no le serviría de nada, mientras que ella necesitaba que él siguiera
manteniendo a los hijos y, además, si él llegaba a ser condenado a prisión, al
salir de ésta, él la mataría, final que ninguno de los funcionarios
intervinientes podía asegurarle que no ocurriese. Pérez Galimberti veía muy
conveniente y elogiosa la decisión que ellos habían tomado de que el hombre,
efectivamente, quedase en libertad a pesar de la violación (según esta actitud asistemática,
bastaría con que el acusado mismo y por sí solo amenazase de modo verosímil con
matar a la víctima al salir de prisión, para tener que proceder a su liberación
–debo esta acotación a José Béguelin–). Si este “pedido” no se puede
clasificar, como yo creo, ante esas circunstancias, bajo la fórmula
extravagante del art. 132, CP (en todo caso, tómeselo como presupuesto),
entonces, suponiendo que el hombre hubiera sido culpable o que al menos pesase
sobre él una sospecha fundada, su liberación ocurrió en violación de la
ley y a un costo de interés público muy alto. El
expositor acotó que luego no supieron nada de cómo evolucionó la situación
entre “las partes”. Lo determinante es que el autor del hecho queda reafirmado
en su proclama de que la norma que prohíbe abusar sexualmente del prójimo, y
más aun si concurre acceso carnal, no regía para él (en el caso, él, en
efecto, tuvo razón): un daño a la vigencia de la norma, que la mujer no podía
redimir. Formulo ahora una hipótesis drástica: supóngase que, tras este
“acuerdo”, el autor hubiera violado nuevamente a la misma mujer en su primera
oportunidad e, incluso, empleando una violencia tal que resultara la muerte
de la víctima. Es pura “ejercitación
intelectual”; pero: ¿cómo se sentirían estos “mediadores” en caso de tal
desenlace? Este interrogante, sin embargo, no deja de ser un “golpe bajo”: lo
esencial no es cómo hayan terminado las cosas (en la variante opuesta: podrían
volver a “enamorarse”). Si entramos en la lógica del interés individual, la
mujer asumía incluso el riesgo de una matación anticipada (así visto: eso era
“cosa suya”). Lo determinante, antes bien, es que aquí no está en juego tan
sólo la lógica del interés individual, sino que el interés público
queda pagado en moneda de quiebra. Aun así, yo estaría dispuesto a admitir un
sistema –si el Código Penal así lo diseñase– en el que, en los delitos cuya
acción sea de instancia privada –casos que podrían llegar a ampliarse con
relación a la situación actual–, la instancia pudiese ser revocada por
la víctima, al menos dentro de cierto plazo –en razón de que “lo hubiera
pensado mejor”, de que “no sepa si se animará a declarar en el juicio”, de que
“piense de pronto que quizá provocó equívocamente al autor”, etc.–. Pero con la
lógica del argumento anterior, incluso en caso de una tentativa de homicidio,
la mujer habría podido ir a pedir la subsistencia de la manutención, antes que
la prisión; pero lo que a ella le “interese más” no debe marcar la pauta
para el resto de la comunidad. Pérez
Galimberti también elogió la “solución” que se le encontró a un caso en el que
el autor habría cometido un robo con un cuchillo. Si no se eliminaba el
elemento “arma” de la subsunción, la pena terminaba siendo “muy alta”. Ellos
–si es que yo entendí bien el relato– “dejaron de lado el cuchillo”, para poder
llegar a una “solución”. Pero esto no es más que quebrantamiento del Derecho.
Si se tratase, p. ej., de un homicidio con alevosía, ¿se “dejaría de lado” la
alevosía para llegar a una “solución más cordial”, mientras el acusado, p.
ej., le pida “disculpas a la viuda”? Por último, Pérez Galimberti mencionó como
un gran avance que la nueva legislación local mencione a “la víctima” muchas
más veces que lo que era mencionada en la legislación local anterior. Esto es
un error. Si el juicio penal se realiza para establecer si el autor es culpable
o no, y se respeta la presunción de inocencia, hay que partir de la base de que
ni siquiera se sabe si hay una víctima o no la hay. La palabra
“querellante” identifica mejor aquello de lo que se trata: de alguien que dice
ser víctima, pero que quizá no lo sea en absoluto. La contraposición
supuestamente moderna entre “víctima-victimario”, al inicio del proceso,
presupone una presunción de culpabilidad.
Nota adicional: Tras
la publicación originaria de este artículo, el 11/6/2010, un colega de la
Provincia del Chubut me señaló que el caso de "la violación de la ex -
mujer" arriba discutido, si es que se trata del mismo caso y la memoria no
le fallaba a mi interlocutor, fue concluido por la vía del avenimiento del art.
132 CP; y que las razones principales aducidas por la mujer no eran las de la
manutención y el riesgo ulterior de ser matada, sino la de no querer que el
padre de sus hijos estuviese en prisión, siendo ella muy religiosa. Además --me
señaló-- se fue cauto en asegurar, con un asesor en asuntos de familia, que la
mujer no estuviera cediendo a una presión indebida del ex - marido. Ante este
cuadro, yo debería hacer decaer mi crítica anterior, que apuntaba a un caso de
circunstancias diferentes: cualesquiera que hayan sido las razones, si
realmente era aplicable el art. 132 CP, entonces, el caso estuvo bien
resuelto por la vía de un avenimiento previsto en la ley de fondo. Uno puede
considerar criticable la formulación de este artículo, pero de ninguna manera
puede considerarlo inválido. Y su existencia se correspondería con mi propuesta
de que, de algún modo, la acción de los delitos dependientes de instancia
privada pudiera ser revocada por el interesado al menos durante cierto lapso,
etc. Dicho brevemente: así explicado el caso de la "violación de la ex -
mujer", la solución no habría violado ninguna norma constitucional.
Subsiste, sin embargo, en estos casos, un déficit en el interés público, pero
acaso haya que aceptar esta consecuencia como un "sacrificio razonable"
en ciertas hipótesis.
[48]Ҥ 46 a.
Composición víctima-autor. Restauración del daño. El tribunal podrá atenuar
la pena, conforme al § 49, párr. 1, o bien eximir de pena, si el autor no se ha
hecho merecedor a una pena privativa de libertad mayor a un año de prisión o
pena de multa de hasta trescientos sesenta días multa, cuando él:
”1. en el esfuerzo
por lograr una composición con el lesionado (composición autor-víctima), ha
restaurado su hecho completamente o en una parte preponderante o se ha esforzado
seriamente por su restauración, o bien
”2. en un caso en el
cual la restauración del daño ha requerido de él considerables prestaciones
personales o una renuncia personal, indemnizó a la víctima completamente o en
una parte preponderante”.
En principio, la
decisión de “eximir de pena” (“prescindencia de pena”) no implica absolución,
sino condena: se declara el ilícito y culpabilidad, pero a la vez la
innecesariedad de una imposición efectiva de la pena respectiva, por los
efectos del comportamiento posterior al hecho. Ahora bien, “dado que la
disposición fundamenta la posibilidad de aplicar el § 153 b, StPO [Ord. Proc.
Penal], ella amplía la posibilidad de practicar la compensación-autor-víctima
ya en el procedimiento de investigación preparatoria” (cf. Lackner/Kühl, StGB,
p. 347, § 46 a , StGB, n.º m. 8). El §
153 b, StPO, dice: “Prescindencia del requerimiento. Sobreseimiento. 1) Si se
dan los presupuestos bajo los cuales el tribunal podría eximir de pena,
entonces, el Ministerio Público podrá, con aprobación del tribunal que fuera
competente para la audiencia principal, prescindir del requerimiento de la
acción pública. 2) Si el requerimiento ya ha sido elevado, entonces, el
tribunal podrá sobreseer el proceso hasta el comienzo de la audiencia principal,
con la aprobación del Ministerio Público y del acusado”. Acoto, por último, que
los presupuestos de aplicación, los límites de legitimación y demás, del § 46 a , son objeto de intensas controversias,
y, por el momento, esa regulación es considerada una solución provisional. Aquí
sólo se puede informar sobre el marco general de la disposición, no entrar en
los detalles de la discusión en torno a ella.
[49]Cf. Frister (Strafrecht,
AT, n.º m. 1/6): “En tiempos recientes hay incluso cierta tendencia a
orientar nuevamente la punición jurídico-penal con mayor fuerza a los
intereses de la víctima. Esto se muestra
del modo más claro en la posibilidad, creada en el año 1994, de atenuar la pena
o, en delitos de escasa gravedad, de eximir totalmente de punición, si el
autor ha restablecido las cosas, ante la víctima, al momento anterior, o al
menos se ha esforzado seriamente por restablecerlas (§ 46 a , StGB). A esta regulación le subyace la
idea de que el autor, por medio de su esfuerzo por restablecer las cosas ante
la víctima, puede dar reconocimiento, a la vez, a la vigencia de la norma
jurídica infringida y, por medio de ello, eliminar o al menos atenuar también
el interés público en la punición de la infracción del Derecho [aquí el autor
cita lo siguiente: «Al respecto, con mayor detalle, Roxin, AT 1, n.º m.
3/72 ss.; Freund/Garro Carrera, ZStW, t. 118 (2006), pp. 77, 83 ss., ambos con
otras referencias»]. De este modo, si bien, en principio, no se afecta la
separación entre pena del Derecho público y resarcimiento del daño del Derecho
privado, los efectos prácticos de esa distinción se relativizan de modo bien
considerable” [aquí cita: «Para una crítica básica de esta evolución, cf.
Noltenius, GA, 2007, pp. 518, 523 ss.»].
[50]Mensaje de
Frister del 31/5/2010. Nótese que se trata del mismo autor y de una opinión
suya sobre el mismo problema que él presenta en su Manual en el n.º m.
1/6 (véase nota precedente). En general, si uno puede dialogar con un autor
particularmente acerca de un mismo punto que él haya tratado en un libro de
estudio, podrá obtener una opinión algo más “incisiva” que la que surge de su
obra escrita. En el comentario de Lackner/Kühl, ya cit., se lee: “La
compensación autor-víctima y la reparación del daño no son una pena. Pero si
bien no configuran una «tercera vía en el sistema de sanciones» (así Roxin, Baumann-FS,
p. 243, en relación con el Proyecto Alternativo [WGM]), sí es un medio de
reacción autónomo, que haría superflua la pena o la atenuaría (opinión
dominante; para la composición autor-víctima, de otro modo, Schild, Geerds-FS,
p. 157, que percibe en su configuración una pena en sentido propio)”.
[51]Mensaje de Jakobs
del 29/5/2010. La aclaración “no considero la disposición como una catástrofe”
hace pensar que, en principio, la visión intuitiva tendría que tender a eso.
Sólo con un “esfuerzo de prestidigitación” parece que uno pudiera
“conformarse”.
[52]El “espíritu de
la época” no tiene por qué marcar la pauta de qué sea lo correcto.
Es por demás llamativo que en la época de los “juicios contra brujas” había
autores que criticaban el sistema “de raíz”. De los muchos casos de esa índole
(véase al respecto, Becker/Riedl/Voss [comp.], Hexentribunal –
Beiträge zu einem historischen Phänomen zwischen Recht und Religion [Tribunal
de brujas – Contribuciones sobre un fenómeno histórico entre Derecho y
Religión], Sankt Ulrich Verlag, Augsburg, 2001, pp. 297 ss.: Lucha
doctrinal de la época en torno a la persecución de las brujas), cito aquí
tan sólo el del jurista Johann Georg Goedelmann, que primeramente argumentó
contra aquellos procedimientos, en el sentido de que violaban en absoluto las
reglas vigentes de la ordenanza de los tribunales de pena capital del emperador Carlos V. Pero la
opinión dominante no lo siguió. Entonces él escribió otra obra (Tractatus
de magis, veneficiis et lamiis, recte cognoscendis et puniendis), en la que
ofreció un estudio sobre “cómo se reconoce a las brujas y su correcta
punición”, con el que logró una cierta acogida (cf. lug. cit., esp. pp. 302
s.). Es posible que el caso de Goedelmann demuestre que con actitudes
“transaccionales” algo “se puede lograr”, pero seguramente él tenía razón en
su obra originaria: todo era inválido, lo que sólo sería reconocido
mucho tiempo después, tras un “cambio de época”. Visto a la distancia, la
posición asumida por todos los autores que se pronunciaban en contra de la
corriente general (lug. cit., pp. 297 ss.) tiene un valor histórico testimonial
determinante. En todo caso, cuando se discute sobre “lo correcto” no hay por
qué rendirse ante la opinión de la
mayoría. A lo sumo, se podrá reconocer que ésta no se modificará al menos por
cierto tiempo.
[53]Con todo, esto
tiene también su riesgo. Si la víctima queda totalmente apartada del proceso
penal, en muchos casos el Ministerio Público puede no
satisfacer verdaderamente el interés público, por el que la víctima
acaso velara mejor. Jakobs reflexiona en el marco de una sociedad (la alemana),
en la que el respeto a la norma, la sujeción a la ley, tiene
valor para la mayoría de sus integrantes. Este no es el caso general en una
sociedad como la nuestra.
[54]Köhler, Strafrecht,
AT (cit.), pp. 669 s. (véase las expresiones concordantes de mi parte en
nota 46).
[55]Esta frase es,
aproximadamente, de agosto de 1997. Tengo la impresión de que el senador
Quinzio empleó en ese giro el “tuteo”, aunque en general nos tratábamos “de
Ud.”. Por no poder asegurar por completo el uso de aquel giro, me decido en el
texto por el que allí se lee.
[56]Aludo al art. 86,
CPPPBA. Este texto es más amplio y no está circunscripto al “testigo de la
corona”, que en todo caso caería bajo la formulación general “arrepentimiento
activo de quien aparezca como autor”. Incluso se podría decir que, en razón de
que, en principio, es contrario a la regla “nemo tenetur” que el
comportamiento posterior al hecho a tener en cuenta en la medición de la pena
sea el “comportamiento procesal” –pues esto coacta al acusado a reconocerse
culpable (en sentido similar: Ziffer, Lineamientos de la determinación de la
pena, Ad-Hoc, Buenos Aires, 2.ª ed., 1999, pp. 171 ss.)–, el
“arrepentimiento” que se puede tener en cuenta es el comportamiento en pro del
restablecimiento de las cosas al estado anterior; pero, como quiera que se la
interprete, lo cierto es que esta formulación del código local, con
prescindencia de que corresponda al Código de fondo, no está tan
pecaminosamente concebida como lo estaba el proyecto de 1997 (véase al respecto
mi trabajo cit. supra, nota 7). Todas las otras causales abarcadas por
el art. 86, CPPPBA, a saber: “reparación voluntaria del daño, la solución o
morigeración del conflicto originario o la conciliación entre sus
protagonistas” son causales en sí correctas como para motivar la atenuación
de una pena –y en casos extremos, de gran valor de la conducta y escasa
criminalidad del hecho originario, acaso también lo serían para una
“eximición”–. Pero es evidente que estas son causales propias del régimen de la
individualización de la pena, correspondientes al régimen común del
Código Penal (arts. 40, 41, CP, muy magros en sus contenidos). En el
texto relataré enseguida cómo hice un intento (fracasado) de que se legislara
en una dirección similar, en 1997, el código de fondo (Proyecto de “Régimen de
la responsabilidad penal por imprudencia e imputabilidad disminuida”, de los
senadores Quinzio-Agúndez). Nótese además que el art. 86 cit., dice que esas
causales deberán ser tenidas en cuenta al: 1) ser ejercida la acción penal; 2)
seleccionar la coerción personal, 3) individualizar la pena en la sentencia, 4)
modificar, en su medida o en su forma de cumplimiento, la pena en la etapa de
ejecución. Al menos los puntos 1 y 3 son evidentemente propios del Código de
fondo. Respecto de la coerción personal urge hallar una regulación general
nacional que reglamente la Convención
Americana de Derechos Humanos respecto de bajo qué condiciones es legítimo el
encarcelamiento preventivo y hasta qué punto. Finalmente, sobre los riesgos de
que el “comportamiento procesal” sea evaluado en la medida de la pena reparo en
lo siguiente: al acusado se le dice que puede guardar silencio, pero si en la
sentencia se valora como atenuante que “ha confesado”, a quien no confiesa se
le dice que se le aumentará la pena (respecto de la situación que tendría si
confesara). Sobre eso se pueden hacer muchas variaciones (cf. Ziffer, lug.
cit.). Los “principios” están por encima de las soluciones de ocasión.
[57]Véase supra,
nota 5.
[58]El argumento que,
ocasionalmente, se oye decir, según el cual primero habría que establecer si el
código local respectivo impone esa obligación como para establecer
recién luego si está realizado el tipo respectivo, es decir, que el argumento
del texto encerraría una petitio principii, es erróneo. Si el argumento
fuera correcto, el código local podría no imponer esa obligación en el
100% de los delitos, y hacer todo discrecional. Pero si, según un código
local, la promoción de la acción penal fuera siempre discrecional, en
una tal provincia quedaría derogado el art. 274 CP, lo que ninguna provincia
podría hacer; mas la invalidez de la norma respectiva no se reduce por el mero
hecho de que la discrecionalidad sea menor al 100%: en la medida en que
la acción sea discrecional sin habilitación del código de fondo, la
discrecionalidad será contraria a la
Constitución (en la misma medida en que un código local no puede modificar la
imposibilidad de hacer transacciones sobre la acción penal, establecida en el
art. 842 CC). Por ello, es correcto el argumento tradicional, que las
ideas “de moda” quieren desconocer, en el sentido de que de ese precepto deriva
el principio de legalidad y oficiosidad de la acción penal, en tanto el delito
dé lugar a la acción pública o esté promovida la instancia, si es de instancia
privada. En el sentido de que la introducción del principio de oportunidad sin
habilitación del código de fondo es contraria a
la Constitución , con un estudio comparativo y otros argumentos, cf., por
todos, de la Fuente /Salduna, Principio
de oportunidad y sistemas alternativos de solución del conflicto penal. La
inconstitucionalidad de su regulación provincial, en “Revista de Derecho
Procesal Penal”, Rubinzal-Culzoni, 2008-2, La actividad procesal del
Ministerio Público Fiscal-III, pp. 69 ss.
[59]Las conclusiones e
y f, que no se hallaban en el texto originario, fueron incorporadas como
producto de una pregunta formulada por el fiscal de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires Luis
Duacastella, y ulterior discusión, extendida fuera del marco de las jornadas,
realmente nutritiva para mí. Ciertamente, la solución de la conclusión f
puede conducir a un círculo vicioso en casos extremos; pues si el fiscal ni
siquiera considera subsumible en un tipo penal la conducta del caso, ¿cómo
llegaría a someterla a decisión judicial? El texto presupone que el fiscal
advierte el carácter dudoso de la cuestión, es decir que, prima vista,
la conducta sí se subsume formalmente en el tipo legal.
[60]Esta conclusión
fue agregada en razón de cierta confusión de categorías que se hallaba en la
base de la presentación de algunos de los expositores de estas jornadas. Por
otra parte, ya me había sido sugerida por alguno de mis interlocutores, en las
discusiones previas a la redacción del trabajo –los que no se limitan,
estrictamente, a los dos mencionados en la nota inicial con asterisco–.
No hay comentarios:
Publicar un comentario